“Hora del triunfo en que el pueblo
vio al fin en su omnipotencia
al sol de la independencia
rompiendo la oscuridad.”
(fragmento del poema A la patria)
Composición recitada por una
niña en Tacubaya de los Mártires,
el 11 de septiembre de 1873.
Manuel Acuña
En este mes de “resonancias patrias” se celebra el CCXV aniversario del inicio de la guerra de Independencia, algunos de cuyos lances anecdóticos todos conocemos, aunque sea “por encimita”. Sabemos que, en el pueblecito de Dolores, del estado de Guanajuato, la plácida “siesta colonial” fue interrumpida por los campanazos de la iglesia y por la arenga, conocida como el “Grito de Dolores”, pronunciada por el cura don Miguel Hidalgo y Costilla, quien ha sido representado como un viejito bonachón que más que “padre de la patria” resultó ser un tierno abuelito de una “bola” de nietecitos postizos: los mexicanos. Dicho encendido llamamiento se produjo en la madrugada del día 16 de septiembre de 1810 ante la parroquia del pueblo y en el cual los asistentes fueron “entorilados” por el cura para lanzarse a la guerra de independencia y así conseguir sacudirse a los “gachupines”.
Los esforzados profesores han abonado a nuestra formación patriótica infantil y, al mismo tiempo, nos “enjaretaron” una tarea escolar apropiada para estas fechas. Para cumplir con ella corrimos a la tiendita de la esquina para comprar los cromos ilustrados que contenían al reverso una breve biografía de los héroes insurgentes; que son aquellas finas personas que con su esfuerzo y sacrificio, de acuerdo al discurso oficial, “nos dieron patria”: algunos fueron militares y otros civiles que coincidían en la necesidad de desembarazarse del yugo colonial, por más que los historiadores del arte le llamen virreinal, reduciéndolo exclusivamente al aspecto político; es decir, al mandato de los virreyes, sin considerar la dominación y la explotación que caracteriza a este régimen.
¡A ver mi niño… un solito!
La consumación de la lucha armada ocurrió 11 años después, en septiembre de 1821, pero enseguida entramos en un periodo bastante inestable en lo económico y político, motivado por la pachorruda herencia española a la que se sumó nuestro muy mexicano desmadre, situación que se prolongó en los años siguientes. Así, los primeros pasos de México fueron titubeantes como si fueran los de un niño pequeño, tambaleantes como “cualquier borrachín en día de raya”; entre una mano que lo soltaba y ninguna otra que lo recibiera nuestro país debía “rascarse con sus propias uñas”. Un paso, luego otro y otro más —todos chuecos y vacilantes— y siempre presente la posibilidad de una caída. En España y la “Santa Alianza” europea soñaban con darle un buen “empujón” y “meterle el pie” a México para hacerlo trastabillar y de esta manera recuperar sus antiguas posesiones de aquello que fue una de las principales colonias de España. En el voluminoso libro de Jesús Ruiz de Gordejuela, dedicado por entero a la expedición de reconquista española, llamado Barradas: el último conquistador español, nos dice que:
“La noticia de que España intentaba reunir un ejército expedicionario era conocida, no sólo en las cortes europeas, sino también en las importantes casas comerciales que quisieron apostar por un proyecto con el que, fuera cual fuera el resultado, siempre saldrían beneficiadas.” […] Dentro de esta política financiera se encontraban los planes de reconquista presentados por la casa francesa Bechade & Basticet y la del criollo de Tepic refugiado en Burdeos Juan Bautista Íñigo.”1
¿Otro Cortés?
“No maméis Cortés, regresa por los que dejaste”, esta expresión castiza es muy típica de aquellas personas que buscan a toda costa mantener sus privilegios y con esto no me refiero al rescate de la hispanidad y a los “santos” valores que encierra, sino se refiere al regreso de Cortés para acabar con los aborígenes y chairos que se escaparon de las escabechinas a las que era afecto el extremeño. Pero como dice el dicho: “El hombre propone, Dios dispone; llega el diablo y todo lo descompone” y eso precisamente fue lo que ocurrió con la pretendida “reconquista” de México por parte de una fuerza militar que partió de Cuba, en agosto de 1829, para invadir nuevamente la tierna nación que, dando muchos traspiés, trataba de mostrarse ante el mundo como un país soberano2. Les ofrezco algunos antecedentes históricos, que considero importantes, que nos servirán para entender como fue preparada la trama de la expedición a México, en qué condiciones se realizó y qué metas se propuso lograr en lo inmediato, así como sus resultados y su significado tanto para México como para España.
Y que se “amachan” en San Juan de Ulúa
“Entre bombos y platillos” el Ejército Trigarante” hizo su entrada a la ciudad de México el día 27 de septiembre de 1821 y se desbordó el entusiasmo por la nueva nación que, a decir de algunos, poseía riquezas infinitas y estaba llamada a codearse con cualquier otra en condiciones de igualdad. Las celebraciones se propagaron por muchos lugares de la antigua Nueva España que decidió llamarse México; sin embargo, las condiciones económicas eran sumamente precarias. La gran extensión de su territorio no representaba una ventaja, sino todo lo contrario, por la falta de comunicaciones adecuadas, por los salteadores que asolaban los caminos, por las ambiciones políticas de muchos. A todo esto, hay que agregar los intereses expansionistas de Estados Unidos que al paso del tiempo ejecutaría sus planes para hacerse con más de la mitad del territorio de México, sin argumento válido alguno.
Y como “a río revuelto, ganancia de pescadores”, uno de los comandantes de las tropas españolas se replegó al puerto de Veracruz y se refugió con sus hombres en la fortaleza de San Juan de Ulúa. El Almirante de la Secretaría de Marina (semar) Miguel C. Carranza y Castillo en su libro …y la Independencia se consolidó en el mar”3 escribe que:
“Solo uno de ellos permaneció fiel a su Rey y a su patria, el General don José Dávila, Gobernador y Comandante General de la provincia de Veracruz, quien, negándose a reconocer los Tratados de Córdoba, el 26 de octubre [1821] se replegó con una fuerza de doscientos hombres a San Juan de Ulúa con el mejor y más potente armamento de que disponía, luego de haber inutilizado las armas que no pudo llevar consigo y se hizo de los fondos económicos disponibles. Leal a su deber de militar y dispuesto a sostener su decisión, izó en el Castillo la bandera de España, convirtiéndose en una molesta piedra metida en la bota de Iturbide, que hizo parecer la Independencia Nacional como un hecho inacabado, iniciándose con esta operación un virtual estado de guerra entre ambos países y con ello, las tribulaciones del nuestro. Dicho de otra manera, iniciamos con el pie izquierdo encadenados por el tobillo a la canilla española.”4
La ciudad de Veracruz quedó al alcance de los cañones de San Juan de Ulúa, pero la fortaleza estaba fuera del alcance de los cañones mexicanos, situación que obligaba a negociar, porque los españoles estaban confinados a un espacio reducido y los mexicanos tenían la amenaza constante de la guarnición. La independencia de México estaba comprometida hasta que no fuera extirpado el último bastión colonial. Además, los españoles recibían provisiones y municiones de La Habana, así como la tropa era relevada cada cuatro meses por nuevos soldados. Los barcos mercantes que llegaban a Veracruz eran hostigados desde Ulúa, entorpeciendo el comercio de nuestro país ya que estos estaban forzados a descargar en Mocambo y Boca del Río.
“Me doy, me doy… ahí que muera”
No obstante que existía este escenario de guerra y tensión, los españoles “hacían su mandado” en la ciudad de Veracruz e intercambiaban algunos productos con los locales. Al general Dávila lo sucedió en el mando de Ulúa el Brigadier Francisco Lemaur y en mayo de 1822 se rompieron las hostilidades a partir de que los insurgentes tomaran Veracruz y empezaron a asediar la fortaleza; como respuesta la guarnición de Ulúa bombardeó Veracruz. Esta situación duró dos años y medio más y en enero de 1825 Lemaur es remplazado por el Brigadier José Coppinger quien, poco tiempo después, ante el asedio de la flamante Armada de México, recién integrada con un variopinto conjunto de embarcaciones, impidió el reaprovisionamiento de la guarnición de la fortaleza, así que Coppinger firmó la capitulación ante el general Miguel Barragán, comandante militar y gobernador de Veracruz, el 18 de noviembre abandonando Ulúa el mismo día con su escasa tropa en buen estado de salud, porque la mayoría se encontraba enferma y fue conducida a los hospitales del puerto.
El día de la Armada de México se celebra cada 23 de noviembre, fecha en que fue arriada la bandera española e izada la mexicana en la fortaleza San Juan de Ulúa.
Gato encogido… brinco seguro
La presencia de efectivos del ejército español en Cuba se sentía como una amenaza permanente para la seguridad de México, además de que en 1821 se había cancelado “el situado”, recurso económico que se enviaba regularmente a la Capitanía General de Cuba para su mantenimiento, como parte del Virreinato de la Nueva España. Caída Ulúa en 1825 y manteniendo un enfrentamiento naval permanente los años siguientes, incluso expidiendo patentes de corso a favor de México. En 1828, el gobierno mexicano, en transición para variar, decidió enviar tres bergantines a las costas cubanas para hostilizar a los barcos mercantes españoles y después de una corta travesía y algunas escaramuzas, el 10 de febrero de 1828 se libró una batalla naval cerca de Mariel en la isla de Cuba que fue ganada por los marinos españoles, mejor armados y con amplia experiencia, lo que significó la primera derrota naval de México. Así, las cosas todos quedaron “calientes” para los acontecimientos que siguieron.
Soy un pobre venadito
Juan Ruiz de Apodaca, conde del Venadito, quien fue el último virrey, en funciones, de la Nueva España después de haber sido depuesto abandonó el país y tras una estancia en Madrid de dos años, el rey Fernando VII le encomendó volver a La Habana para preparar la reconquista de México, pero estaba tan débil y enfermo que quedó solito como “un pobre venadito”; sin embargo, “seguía la mata dando” y el rey estaba rabioso por recuperar sus antiguos dominios. De manera que tanto los mexicanos como los españoles se mostraban los dientes a la menor oportunidad. La animadversión de los mexicanos hacia los españoles crecía en la medida en que estos mantenían sus privilegios y por otro lado los peninsulares añoraban los felices (para ellos) tiempos de la colonia. El fraile dieguino Joaquín Arenas que aparte de conjurado era “una ficha lisa” trató de soliviantar a algunos militares y comerciantes para sublevarse en contra del gobierno y restablecer el virreinato, pero fue denunciado por algunos de sus propios invitados, fue capturado y sometido a un juicio que terminó con su sentencia de muerte y fusilamiento con otros de los confabulados.
Volviendo al tema de la reconquista y dado este ambiente, se preparó en Cuba una expedición de reconquista la cual se puso al mando al brigadier Isidro Barradas, un militar con gran experiencia en las luchas independentistas de Sudamérica y un ferviente monárquico. Fue el propio Fernando VII quien lo encandiló para dirigir la brigada y para ello partió a Cuba donde se realizaron los preparativos —en solo 40 días— de la fuerza expedicionaria, así como la logística de la operación militar para contar con suficientes pertrechos y víveres para las primeras semanas, en la que se elegiría el punto de desembarco, el aprovisionamiento y comunicación con La Habana, los contactos con los simpatizantes de la empresa en México, así como los detalles militares de la acción de guerra.
El 6 de julio de 1829 salieron del puerto de La Habana 11 embarcaciones con 3,376 hombres y después de 21 días tuvieron que desembarcar, por el mal tiempo, en Punta Jerez, distante a 11 kilómetros del punto original previsto: en las playas de Tamiahua. Con todo y que los intervencionistas eran tropas fogueadas en la guerra y procedían de Cuba, cuyo clima tropical era semejante al de la costa tamaulipeca, tuvieron que afrontar condiciones adversas como las intensas lluvias, la picadura de jejenes y mosquitos, trasmisores de la fiebre amarilla o vómito negro, que aunado a las acometidas del ejército mexicano, a cuyo mando se encontraba el general Antonio López de Santa Anna, acabaron en el desastre del cuerpo expedicionario español y la rendición del brigadier Isidro Barradas el 11 de septiembre de 1829, no obstante que el mílite había dirigido una encendida proclama a los “desarrapados” soldados mexicanos:
“Después de ocho años de ausencia, volvéis por fin a ver a vuestros compañeros, a cuyo lado peleasteis con tanto valor para sostener los legítimos derechos de vuestro augusto y antiguo soberano el Sr. D. Fernando VII. S. M. Sabed que vosotros no tenéis la culpa de cuanto ha pasado en ese reino, y se acuerda que le fuisteis fieles y constantes. La traición os vendió a vosotros y a vuestros compañeros.
El rey nuestro señor manda que se olvide todo cuanto ha pasado, y que no se persiga a nadie. Vuestros compañeros de armas vienen animados de tan nobles deseos y resueltos a no disparar un tiro siempre que no les obligue la necesidad.
Cuando servíais al rey nuestro señor, estabais bien uniformados, bien pagados y mejor alimentados; ese que llaman vuestro gobierno os tiene desnudos, sin rancho ni paga. Antes servíais bajo el imperio del orden para sostener vuestros hogares, la tranquilidad y la religión; ahora sois el juguete de unos cuantos jefes de partido, que mueven las pasiones y amotinan a los pueblos para ensalzar a un general, derribar un presidente y sostener los asquerosos templos de los francmasones yorkinos y escoceses.5
En menos de dos meses se esfumaron los sueños de reconquista del, por decirlo “suavecito”, controvertido Fernando vii, y por otro lado se consolidó la independencia de México, aumentando a la par el brillo de la estrella política del camaleónico Antonio López de Santa Anna (antes de perder su venerada pierna), quien aprovechó este momento como muchos otros para “hacer y deshacer”; por esa razón el escritor Enrique Serna le llamó el “seductor de la patria”6. En la historiografía mexicana se conoce el principal enfrentamiento entre españoles y nacionales como la “Batalla de Tampico” en la que participaron en forma destacada los mexicanos: general Manuel Mier y Terán, poblano, por cierto; el general Felipe de la Garza, comandante de Tampico, quien fue el primero en confrontarse con los españoles.
Este tema, acerca de acontecimientos históricos poco conocidos por el común de las personas en México, es ilustrativo de las condiciones en las que nuestro país inició su vida independiente, entre campanazos, un parto distócico con criaturas grotescas: un emperador, algunos presidentes de vida efímera, oportunistas, héroes de verdad, “espadones” que se creían con derechos y una “bola” de paisanos que miraban para uno y otro lado, así como por un número apreciable de indiferentes que solo buscaban ganarse un taco para alimentar a su prole. Desde entonces, algunos seguimos acudiendo a la verbena popular cada septiembre para conmemorar aquel arranque atropellado que, con todo y lo accidentado, terminó siendo la chispa que encendió la hoguera de la patria. Al fin y al cabo, ¿qué sería de nosotros sin un inicio desordenado, ruidoso y lleno de ocurrencias? Exacto: no seríamos México.
Este texto está especialmente dedicado a los que se sienten mexicanos solo el 15 de septiembre para tener el pretexto de comer antojitos y echarse unos “farolazos” de tequila o de mezcal. A ver si así algo se les pega acerca de algunos episodios de la historia de México y dejan de suspirar por “Gringolia“.


