El hambre, la seguridad alimentaria y el desperdicio de alimentos son fenómenos ligados a desigualdades políticas, económicas y sociales. Fenómenos que se ven reflejados en los 931 millones de toneladas de alimentos que se desperdician anualmente en el mundo.
Estas desigualdades no son nuevas, en el sistema alimentario actual, la brecha se acentúa con la lógica del modelo capitalista que prioriza la producción, porque el valor de los alimentos está determinado por su rentabilidad, no por la función de alimentar.
Estas desigualdades amplían la brecha entre sectores privilegiados y vulnerables e influyen directamente en quién puede permitirse una alimentación adecuada, quién accede a ciertos productos y quién queda marginado de dicho sistema alimentario.
En países pobres, grandes extensiones de tierra fértil han sido ocupadas por empresas transnacionales para producir alimentos en exceso. Productos que muchas veces ni siquiera tienen la posibilidad de consumir las comunidades en donde se desarrollan estas industrias; como es el caso de Burundi, África; en donde el 87 por ciento de su población vive en situación de pobreza y el 43 por ciento de las personas sufre inseguridad alimentaria, pero que habita los cultivos de la cervecera Brarudi, parte de Grupo Heineken, así como filiales de grupo Nestlé, de acuerdo al Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA).
Este fenómeno está ligado al despojo de territorios y a la imposición de monocultivos industriales, que erosionan suelos, contaminan agua y desplazan cultivos tradicionales más nutritivos. La industrialización y tecnificación de los alimentos también juega un papel clave: productos ultra procesados, cargados de conservadores, aditivos y potenciadores de sabor, generan patrones de consumo adictivo, lo que no solo deteriora la salud, sino que contribuye al ciclo del desperdicio, pues estos productos también terminan caducando o desechándose.
En la escala global, son 931 millones de toneladas de alimentos, equivalentes al 17 por ciento del total de alimentos producidos los que se desperdician al año. Esta cifra equivale a 23 millones de camiones de 40 toneladas completamente cargados, suficientes para dar siete vueltas a la Tierra, según un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA).
Este comportamiento revela una desconexión con los costos que implica cada alimento: cada producto que se desperdicia representa el derroche de recursos finitos como agua, energía, trabajo humano y suelo fértil, además de la generación de gases de efecto invernadero.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) estima que desechar una sola pieza de manzana implica perder 70 litros de agua, y un litro de leche desperdiciado representa mil litros de agua perdidos. Esta cadena de pérdidas, invisibilizada por la lógica del consumo aspiracional, refleja un sistema injusto y ambientalmente insostenible. Se calcula que entre el ocho y diez por ciento de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero se deben a alimentos que nunca se consumieron.
En el caso de México, de acuerdo con el Inegi, el 14.4 por ciento de la población, lo que es igual a 18.8 millones de personas, vive en pobreza alimentaria, es decir, no tienen acceso a una alimentación suficiente y nutritiva. Además, cifras de la Encuesta Nacional de Salud y Nutrición (ENSANUT) indican que el 16.6 por ciento de infantes menores de cinco años presentan desnutrición crónica. Esto ocurre cuando en el país, paradójicamente, se desperdician 30 millones de toneladas de comida que aún son aptas para su consumo, de acuerdo con la red de Bancos de Alimentos de México (BAMX).
Mientras millones de toneladas de comida comestible terminan en la basura —muchas veces por sobrecompra, mala planificación, confusión en el etiquetado o por razones estéticas— miles de personas luchan por tener acceso a una dieta básica. Esta disparidad es resultado de un sistema alimentario sostenido por lógicas de consumo que privilegian el exceso y el derroche como señales de estatus social. Las naciones más ricas son las que más desperdician, mientras que las más empobrecidas sufren las consecuencias de un sistema global que les impone condiciones de producción, pero les niega el acceso digno a los alimentos.
Así, el desperdicio de alimentos se ve como el síntoma de un sistema global en el que unos tiran lo que otros ni siquiera pueden aspirar a tener. No se trata sólo de reducir la cantidad de alimentos que se desechan, sino de repensar la manera en que valoramos, distribuimos y accedemos a algo básico como es la comida. Comer no debería ser un privilegio; ni desperdiciar, una forma de poder.


