Hacer de las personas su mayor fuerza es el reto que tiene hoy Tlaxcala. Un Estado, cargado de historia y cultura, vive una paradoja: mientras alberga un potencial enorme, las políticas públicas no logran capitalizarlo para mejorar la calidad de vida de su población.
Con más del 40% de la población en condiciones de pobreza, es evidente que los programas sociales han sido insuficientes o mal dirigidos. La inseguridad, aunque menos crítica que en otros estados, crece como un problema latente, reflejando una debilidad en la prevención del delito y en la atención a sus causas estructurales.
La economía local, dependiente de la industria y con una débil base agrícola, carece de diversificación y visión a largo plazo. Es urgente que se impulsen políticas que fomenten la innovación, las MiPyMEs y el empleo digno, especialmente en sectores vulnerables como jóvenes y mujeres.
La educación, a menudo promovida como el camino hacia el progreso, enfrenta disparidades alarmantes entre municipios. La solución no solo está en infraestructura, sino en diseñar programas que conecten la formación académica con las necesidades locales, fomentando la inclusión y evitando la migración de talentos.
En salud, la falta de cobertura y atención médica de calidad evidencia una negligencia sistemática. Políticas públicas que incluyan clínicas móviles, la mejora de hospitales y la prevención de enfermedades son básicas, pero deben ir acompañadas de una reestructuración que garantice su sostenibilidad.
Tlaxcala debe repensarse. La solución no está en medidas aisladas, sino en un modelo integral que reconozca el valor de su gente y traduzca sus necesidades en políticas efectivas. Tlaxcala requiere un plan estratégico que priorice a sus habitantes como el eje del desarrollo. Quizá valga recuperar aquella idea de convertirlo en un buen lugar para vivir.