Se cerraron las puertas del metro de manera abrupta. La muchacha entró rozándolas en su carrera. En la espalda, en una silla de aluminio, traía a su hijo, de entre ocho y 10 años, dormido. Entre sus brazos, una guitarra. Y en la guitarra, una quena amarrada a la altura de su boca. Además de dos morrales: uno colgado en la parte baja de la silla, y otro en su hombro derecho.
Se detuvo a la entrada...