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Fortius (Homo ludens)

Por: Yassir Zárate Méndez

2012-07-27 04:00:00

Para Gabriel Wolfson, atleta de la palabra

¿Quién fue Aristocles de Atenas? Quizás sólo los lectores versados en filosofía o en historia de la filosofía puedan responder rápidamente esta pregunta. Mantengamos en suspenso la respuesta durante un par de renglones más.

Según Whitehead, Aristocles ha sido el más importante filósofo de Occidente, tanto, que el resto de la filosofía es apenas una nota al pie de página de la obra de este autor prolífico, que utilizó el diálogo como la estrategia para dar a conocer su pensamiento, sus Ideas (así, con mayúscula, aunque mejor debería de escribir “el universo de las Ideas”). Hasta aquí ya son demasiadas pistas.

Atenas, diálogos, Ideas. Sólo falta el apodo, que traducido al castellano significa “Espaldas anchas”, en griego, Platón. Este rebuscamiento intra barroco para hablar de uno de los más importantes filósofos de la historia (o el más, según el top ten de Whitehead) viene a cuento a propósito del espíritu que ahora mismo aletea en Londres.

Los griegos (o helenos, debería decir, para hacerle justicia a la lengua de Sófocles) tenían una remota idea de aquella isla envuelta en la bruma, en el Mar del Norte, el de las aguas tenebrosas que era, al mismo tiempo, un imán y un terror para los marineros de la Antigüedad.

Albión, la Bretaña romana, y Londinium, su actual capital, acoge en estos días del miedo al fraude los híper comercializados Juegos Olímpicos. Y aquí suena la campana para regresar a Atenas.

Platón se ganó ese apodo gracias a que, siguiendo el espíritu helénico, no sólo ejercitó la mente, sino que también entrenó los músculos. Hoy en día resulta inimaginable un filósofo de espaldas anchas y musculatura de modelo de Calvin Klein (o de Mirón, si queremos mantener el espíritu mediterráneo).

Si los escritores llegamos a tener veleidades deportivas (pamboleras en este país de la patada), los filósofos posmodernos han claudicado en el empeño. No conozco uno solo que patee bien la pelota o que corra más de una cuadra sin quedar al borde del coma.  Los filósofos le han dado la espalda a los pilates para concentrarse en la musculatura de sus ideas, aunque a fuerza de ser franco, tampoco conozco a ninguno que brille por sus aportaciones. Al menos no en esta comarca.

Pero los filósofos griegos (o helenos, mejor dicho), sabían de la importancia de tener un cuerpo sano y bello, por lo que alentaban el conocimiento, pero también la práctica atlética. El entrenamiento de los músculos iba a la par que el de la mente, de ahí el mote de Aristocles (aka) Platón.

Ahora que vamos a tener al deporte hasta en la sopa (por cortesía de Campbell’s ), vale la pena traer a cuento lo que plantea Johan Huizinga a propósito del juego, que es la base del deporte. “El juego es más viejo que la cultura”, sentencia el autor de Homo ludens, un bellísimo libro que se corre a campo traviesa por una actividad que no es monopolio de nuestra especie.

Quienes claudicamos ante la posibilidad de salir a trotar como cabras o conejos debocados (el Ph. D. Sheldon Cooper dixit), al menos tenemos la posibilidad de asomarnos a una competencia intelectual que Huizinga desarrolla en muchos planos: antropológica, filosófica, estética, histórica.

El juego llevado al deporte en la actualidad pasa por la puerta de la tecnología espacial. Sobre la cancha apreciamos estampas kinéticas: esculturas en movimiento o cuadros móviles, que rinden un abierto homenaje a la fuerza, a la energía que se desplaza en trayectorias fríamente calculadas por la mente de los entrenadores, convertidos en los nuevos gurús (y si no, pregúntenle a Pep Guardiola y su némesis portuguesa llamada José Mourinho) y que son puestas en práctica por auténticos soldados, ya sea en falange uniformada con indumentaria de alta tecnología o como apocalípticos guerreros expulsados del futuro.

El deporte a este nivel es el non plus ultra del músculo, una forma de reinventar a Fidias y a Mirón; de actualizar a Cellini; de celebrar a Rodin; de consagrar a Steve Jobs.

El deporte, sinfonía caótica de las masas, es el punto en el que convergen nuestros anhelos y frustraciones. En muchos casos, sobre todo en países como el nuestro, se convierte en un asunto de reivindicación nacional, de mal entendido orgullo patriótico, que no acaba de restañar las heridas que deja la nada cotidiana, si hemos de hacer caso a una cubana perdida en la vorágine de nuestros días.

Insisto en el punto de la comercialización, porque es algo que también heredamos de nuestros tatarabuelos griegos. En aquellos días, el atleta que triunfaba en los Juegos Olímpicos, se aseguraba una vejez tranquila; incluso se dieron caso de un proto profesionalismo, precisamente por lo que significaba para una ciudad contar con un vencedor de la justa cuatrianual, que realmente detenía la fatalidad de la guerra, como consignan Heródoto y Jenofonte.

Hubo atletas que tranquilamente entrarían en nuestra categoría de /profesionales/. Eran jóvenes que se dedicaban de lleno a preparar su cuerpo (sin descuidar la mente), para ceñirse la corona de olivo, símbolo de la gloria y de la fama. Incluso Píndaro llegó a cantar las proezas de más de un competidor que dio alegrías a su fataly edípicaciudad. A final de cuentas, como dice el Eclesiastés, nada nuevo hay bajo el Sol.

Que comiencen los juegos.

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