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¿Ya somos o estamos a punto de ser un estado nini?

Por: Ramón Beltrán López

2013-02-21 04:00:00

“El único Estado estable es aquel

en que todos los ciudadanos son

iguales ante la ley”.

Aristóteles

 

Desde hace algunos años se empezó a utilizar el apócope ninipara denominar a aquellos jóvenes que ni estudian ni trabajan. Implícitamente, o por eliminación, el término se refiere a estos como los individuos que no están cumpliendo ninguna de las dos funciones que la sociedad espera de ellos, es decir, o estudian y se preparan para servir mejor a la sociedad y a ellos mismos, o bien se emplean en una actividad productiva. Cuando no encuentran un trabajo ni encuentran acomodo en el sistema escolar,  entran en la clasificación de los “ninis”.

Anteriormente eran pocos, hoy son muchos. Se calcula que en nuestro país totalizan un entre 18 por ciento y 24 por ciento de la población entre 15 y 29 años. La realidad es que no cumplen ninguna función útil, y su situación es más grave en nuestro país, tomando en cuenta que aquí no existe seguro de desempleo ni nada  que se le parezca. Lo destacable es que no cumplen con las funciones que se espera de ellos. Por falta de oportunidad o por falta de voluntad. Y que actualmente son carne de cañón para la delincuencia organizada o para la trata de personas.

Y así,  sabedores de la existencia  de este fenómeno, cuando nos enteramos de la larga serie de acontecimientos que estremecen a nuestra sociedad, cada vez más frecuentemente, con tanta frecuencia que han llegado casi a volverse rutinarios, que ya se han vuelto sucesos de la vida diaria para los habitantes de muchas entidades, no podemos dejar de pensar, ya sea por similitud o por analogía, no podemos dejar de preguntarnos si estamos cayendo acaso en un Estado nini. Un Estado que no cumple con sus funciones básicas, repartidas ya entre  los tres poderes de su gobierno.

Un Estado que ya no brinda seguridad, toda vez que se reconoce que en sólo un sexenio ha habido más de 70 mil homicidios, y que de éstos más de 90 por ciento quedaron absolutamente impunes. Sus funciones de policía y de justicia no llegan entonces a una gran parte de sus ciudadanos.

Un Estado que reconoce que en un sexenio ha habido más de 10 mil desaparecidos que no han dejado rastro alguno, que no tienen nombre ni apellido, que se ignora su paradero, que no existen tampoco averiguaciones ministeriales para localizarlos, que finalmente no se sabe nada de ellos.

Un Estado que reconoce que no es capaz de ofrecer ninguna seguridad a los cientos de miles de migrantes, nacionales o extranjeros, que cruzan su territorio, los cuales son explotados, masacrados o esclavizados mientras lo cruzan.

Un Estado que puede darse el lujo de  aprehender y “arraigar” (término utilizado para disfrazar un encarcelamiento disfrazado y sin formalidad alguna) a varios mandos militares de la más alta jerarquía durante meses, para finalmente liberarlos por falta de pruebas y sin pronunciar siquiera un “usted disculpe” que devuelva siquiera un ápice de la confianza popular en las instituciones nacionales.

Un Estado que lejos de ofrecer seguridad jurídica a las víctimas y a la sociedad entera puede en cambio modificar las leyes destinadas a darle estabilidad política y tranquilidad a sus ciudadanos, con el único propósito de liberar, sin ese “debido proceso” tan cacareado actualmente, a quienes fueron señalados o aprehendidos en flagrancia, encapuchados y dañando intencionalmente la propiedad privada y pública en plena capital del país.

Un Estado que se ve obligado a modificar su Constitución, su ley fundamental, el eje alrededor del cual se agrupan orgánicamente el territorio, la población y el gobierno, solamente para intentar la recuperación de una de sus funciones –y obligaciones– primordiales, como lo es la educación pública, la cual le fue ofrecida como un botín político a uno de los llamados poderes fácticos, a cambio de componendas electorales. Componendas cuyos beneficios se antepusieron durante décadas al interés nacional.

Un Estado cuyos ciudadanos, impotentes y temerosos, deciden con una frecuencia y en un número cada vez mayor, armarse y defenderse por sí mismos haciendo a un lado a las instituciones que deberían ofrecerles seguridad y justicia, pero que sienten o saben que han dejado de ser confiables a juzgar por la impunidad, la corrupción y la delincuencia rampantes.

Un Estado que reconoce que 60 por ciento de sus trabajadores (29 millones de personas) trabaja en la informalidad, que casi dos de cada tres trabajadores no tiene acceso a servicios de salud ni seguridad social (Inegi), que gran parte del comercio que se lleva a cabo dentro de sus fronteras se encuentra también en la informalidad, es decir, fuera de todo control, y que esta actividad se lleva a cabo sin contribuir, por una parte,  con el pago de ninguno de los gravámenes a los que está sometido el resto de la población y por la otra que de esta manera se comercializa impunemente contrabando y productos piratas, que dañan severamente a la economía nacional, y todo esto protegido y/o explotado por la delincuencia organizada.

Un Estado que reconoce públicamente que solamente 50 por ciento aproximado de su población es la que disfruta de seguridad social, bastante por debajo del promedio del resto de  América Latina, y que el la otra mitad carece de acceso a cualquiera de los satisfactores que constituyen aquello que se denomina actualmente “estado de bienestar”, tales como vivienda digna y propia, pensiones de vejez, de enfermedad, etcétera.

Un Estado que, inclusive, empieza a ofrecer el crédito institucional para adquirir una segunda vivienda a su población privilegiada,  mientras reconoce que casi 40 por ciento de sus ciudadanos se encuentran por debajo de la línea de pobreza.

En fin, un Estado que a 100 años del inicio de una Revolución que intentaba acabar con esas calamidades sociales se enfrenta ahora a  una situación tan grave que ya no parece encontrar soluciones ni remedios; que en medio de la catarata de calamidades que azotan a segmentos cada vez más importantes de su población y que han dejado de ser excepcionales para convertirse en rutinarios, ya ni siquiera se atreve a proponer una  Reforma del Estado, sino que en cambio dubitativo e inseguro propone como único remedio la prevención, la profilaxis, para atender un problema que parece estar acabando con la vida del paciente.

Un Estadonini que ahora sugiere  vacunar a quien ya está infectado y gravemente enfermo.

NI gobierno, NI orden, NI justicia, NI igualdad, NI legislación efectiva…para enormes sectores de la población y del territorio…

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