2013-04-18 04:00:00
Hace unos días causó revuelo en diversos medios de comunicación la noticia de que en San Juan Chamula, comunidad tzotzil de Chiapas, muy cercana a la ciudad de San Cristóbal de las Casas, cientos de indígenas lincharon y quemaron vivo a un ladrón acusado de haber robado un taxi. Por supuesto, la indignación ante semejante y tan macabro suceso no se hizo esperar y he escuchado múltiples voces que critican a la comunidad y los califican de ignorantes y salvajes. Más allá del estupor o escándalo ante semejante noticia –desde hace años que estudio a los pueblos indígenas, específicamente a los mayas, he entendido que no debo partir de los prejuicios generados por mi propia cultura– me sorprendió el hecho de que tan sólo una semana antes encontré un documental sumamente interesante sobre las particularidades del derecho maya en Guatemala. Entre los elementos considerados en el video y que también habían causado revuelo entre la población de ese país está que en comunidades mayas quiché del Departamento de Huehuetenango en ese país también se habían vuelto en años recientes, tanto el linchamiento, como el quemar vivos a ladrones, asesinos, secuestradores y demás delincuentes, prácticas comunes. De acuerdo a especialistas entrevistados en el documental, el linchamiento no forma parte del derecho tradicional maya, sino que es una adaptación de las atrocidades ejercidas por el ejército en la terrible guerra civil que vivió Guatemala por más de 30 años (de 1960 a 1996). El caso es curioso, pero no es una simple coincidencia; el sentido de justicia y su aplicación entre comunidades indígenas de origen mesoamericano tiene raíces profundas en lo comunitario que a su vez se ve determinado por la concepción que se tiene de la inserción de los sujetos en su entorno social y natural.
El video llamado “Seis años, justicia, estado y comunidad” de Mischa Prince –disponible en la página del programa de Nación Multicultural de la UNAM– gravita en torno a los juicios públicos y comunitarios seguidos contra varios indígenas del departamento de Huehuetenango en Guatemala que habrían despojado de su camioneta a un vecino de la comunidad. El ofendido acudió a las autoridades civiles guatemaltecas para que tomaran cartas en el asunto –él reconoció al menos a uno de los ladrones– y, después de vueltas y vueltas, decidió apelar a las autoridades mayas de la región. La justicia, aplicada por los indígenas, determinó la retribución de los bienes robados, la vergüenza pública, trabajo comunitario y 10 azotes. La visión del sistema establecido –derecho occidental–, representado por una magistrada que es entrevistada en el documental, es de que estas resoluciones son premodernas y atentan contra el estado de derecho que aparentemente existe y funciona en Guatemala. El problema es que ni en Guatemala ni en México dicho sistema funciona. Estos indígenas, como bien dice Rafael Flores en la introducción a su libro La Protectoría de Indios durante el siglo XVI, “hoy día, igual que en los últimos cinco siglos, exigen su derecho a dictar sus propios destinos. Ello incluye las diversas esferas de la realidad social y no sólo las que son bien vistas para el fomento del turismo. (…) Demandan autonomía para tomar parte de las decisiones sobre su tierra y cultura. Piden condiciones e instrumentos jurídicos favorables por parte de las organizaciones estatales e internacionales, lo cual aseguraría el ejercicio de sus derechos. También exigen contar con una legalidad acorde con su modo de comprender y relacionarse con el mundo, no con otra elaborada en términos de los valores dominantes”. Como se ve, demandan el respeto a su identidad, usos y costumbres, lo que los lleva a tener también un sistema de justicia acorde a sus necesidades.
De acuerdo a Guisela Mayén, especialista en derecho maya, la supervivencia de prácticas de justicia indígena en Guatemala se debe a que el sistema oficial judicial, desde el pasado colonial a la fecha, no ha tenido la posibilidad de llegar a todos los lugares; por otra parte, “a la creación de pueblos de indios que contaban con sus propias autoridades” en la Colonia, y a la “resistencia cultural de los pueblos mayas”, que se ha visto reforzada en las últimas fechas. No obstante, sumado a lo anterior, existe una franca imposibilidad de ambos gobiernos, tanto el mexicano como el guatemalteco, para controlar la escalada de prácticas delictivas en diversas regiones, lo que orilla a las comunidades a tomar acciones por propia cuenta –recordemos las “Policías Comunitarias” que han aparecido en Guerrero, Michoacán y Oaxaca. La misma Mayén afirma que las penas en el derecho maya tienden a la “ejemplarización”, lo que busca evitar que otros integrantes caigan en las mismas conductas delictivas y que exista una justa retribución a la víctima que es la comunidad toda; lo mismo busca el estado de derecho occidental, aunque sus medidas –como el encarcelamiento–, al menos a ojos de los mayas, son poco efectivas. Falta mucho por decir en torno a esta problemática y como en todo lo intercultural, debemos evitar decirlo desde nuestros prejuicios. Si bien no podemos estar de acuerdo con el linchamiento y la ejecución sumaria de nadie –quemarlos no, inyección letal sí, es bien moderna–, es menester que no cerremos los ojos ante el mensaje que envía la comunidad sobre la terrible realidad que se vive en el país. Lo que queda, es comprender el derecho indígena, respetarlo y aprender de él, pues puede brindar soluciones más pertinentes y efectivas.
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