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Un ejemplo de la interfaz en la cultura y la actividad cerebral

Por: Rafael H. Pagán Santini

2012-08-15 04:00:00

El funcionamiento neurológico del cerebro, al igual que las estructuras y el funcionamiento de otras partes del cuerpo, es universalmente humano. Los contenidos particulares de las mentes individuales, sus pensamientos, imágenes y memorias, son otra cuestión completamente distinta: el contenido lo proporcionan en gran medida, aunque no en su totalidad, las culturas tal como son, o fueron, en épocas concretas de la historia de la humanidad. El Homo sapiens contó con la estructura neuronal que el hombre moderno posee, las capacidades cognitivas tuvieron que ser estimuladas para su desarrollo. La adquisición de conocimiento vino a la par con el desarrollo del lenguaje. Entre las diversas funciones que tiene el lenguaje la de interactuar con el pensamiento lenguaje es esencial para el desarrollo cognitivo. El aprendizaje de nuevos conceptos abstractos, los cuales van a posibilitar nuevas conductas más complejas o elaboradas, se alcanza gracias a la interacción entre pensamiento y lenguaje. El desarrollo cognitivo es una consecuencia de la función comunicativa, es la que va a cambiar la propia configuración de nuestro pensamiento y de nuestras propias acciones. Así, toda comunicación sirve para enriquecer de nuestro pensamiento, pues la experiencia de la sociedad pasa a ser nuestra de una forma ágil y rápida, incluso en cada cambio generacional1. Estas afirmaciones pueden ser confrontadas con la evidencia histórica más reciente.

Es impresionante la analogía que presentan muchos de los elementos religiosos indoamericanos y las religiones desarrolladas en el mediterráneo centro–oriental entre finales del IV y el II milenio a.C. Resulta prudente pensar que ante situaciones análogas se produjeron análogas respuestas culturales2. Estas analogías socio–económicas y culturales además descansan sobre estructuras neuronales universales humanas, lo que nos permite inferir que las respuestas cognitivas se desarrollaron bajo un medio que favoreció respuestas afines. Por ejemplo, para los mexicanos al igual que para los mesopotámicos cada dios tenía que ver con categorías específicas de enfermedad; entre los lacandones Kaal envía la fiebre3, entre los mesopotámicos el dios Nergal la envía4. Estas similitudes nos permitirán hacer comparaciones, sobre todo que porque la cultura mesopotámica es más antigua y poseyó escritura, algo que si bien también poseyeron las sociedades mesoamericanas, todavía hoy se carece de una interpretación completa de ella. Algo muy interesante que merece ser mencionado es el dato de que durante la Edad Media se creía que los santos poseían el don de curar enfermedades específicas; de esta forma surgió, por ejemplo, la concepción de que Santa Lucía curaba enfermedades de los ojos, San Roque la peste, San Blas las afecciones de la garganta5. Como se puede observar, este proceso de atribución es un comportamiento neuro–psicológico que se repite cuando la causa del mal es externa o interna, pero donde su solución, según los individuos, está en las manos de otros. Situación muy propia de ambientes extremadamente controlados por “creencias” donde el control de la vida no está en manos del individuo sino en las de otros, como en este caso, de los dioses o santos.

Otra similitud que se puede encontrar se encuentra en la forma en que se enfrenta una enfermedad grave. Thompson señala que entre los mayas la confesión pública es una forma de purificación antes de una ceremonia o cuando una persona estaba gravemente enferma6. Entre los asirios–babilónicos la búsqueda de la causa de la enfermedad incluía el interrogatorio con el objeto de saber qué pecado había cometido, algo parecido a un “examen de conciencia”. La palabra asiria shêrtu significa a la vez pecado, impureza moral, cólera de los dioses, castigo y enfermedad7. Ambas culturas consideran como una de las causas de la enfermedad, sobre todo si es de origen desconocido, a la impureza y el “castigo de los dioses”.

Al repasar el arte de la curación y la atención a la dolencia a través de la historia podemos observar que se han empleado diversos términos para identificar a la persona que interviene o práctica el arte de la curación. Desde mi punto de vista, los historiadores han actuado muy apresuradamente al traducir cada término con un sólo significado en nuestro idioma, “médico”. Si nos remontamos a las primeras prácticas chamánicas en el paleolítico, el chamán mediaba entre fuerzas y diferentes dimensiones de un mismo mundo, si es que lo podemos decir así. En aquel momento no existían los dioses ni los espíritus, ni mucho menos los demonios. Para el chamán se abría el inframundo y lo celeste, donde las diferentes fuerzas intervenían en la realidad de la sobriedad (ausencia del estado alterado de la conciencia).

La práctica mediadora en la atención a un padecimiento originaria de los chamanes se transformó, sin dejar su forma original, en una curación mágico–religiosa. Sobre todo, la elaboración conceptual de la magia simpática es un ejercicio cognitivo excepcionalmente abstracto. De acuerdo con Mircea Eliade, el hecho de que la hechicera queme un muñeco de cera provisto de un mechón de cabello de su “víctima” sin darse cuenta de manera satisfactoria de la teoría que este acto mágico supone, no tiene ninguna importancia para la inteligencia de la magia simpática. Lo que es importante para comprender esta magia es saber que semejante acto sólo ha sido posible desde el momento en que ciertos individuos se convencieron (por la vía experimental) –o lo afirmaron (por la vía teórica)– de que las uñas, los cabellos o los objetos llevados por un ser humano conservan relaciones íntimas con éste después de su separación. Semejante creencia supone la existencia de un espacio–red que une a los objetos más alejados, enlazándolos con ayuda de una simpatía dirigida por leyes específicas (la coexistencia orgánica, la analogía formal o simbólica, las simetrías funcionales). El hechicero (el cual actúa como mago) no puede creer en la eficacia de su acción sino en la medida que tal “espacio–red” exista8.

Como podemos observar, el desarrollo de las capacidades cognitivas, en este caso, la capacidad para intervenir de forma diferente pero con conocimiento ante un mismo hecho, se produce gracias a la información que se adquiere por medio de los receptores sensoriales y al procesamiento de tales datos que se lleva a cabo en nuestro cerebro. Como bien explica Rivera–Arrizabalaga9, para desarrollar nuestras capacidades cognitivas se requiere alcanzar evolutivamente una capacidad de razonamiento que permita la reflexividad y flexibilidad conductual humana. Se trata de percibir y memorizar las experiencias vividas, relacionar hechos y deducir conclusiones o conductas mediadas por el hecho de las abstracciones conceptuales. Además, la creatividad es una propiedad fundamental en todo este proceso, pues es el origen de la aparición de nuevas conductas. Por último, Rivera–Arrizabalaga señala, se requiere de la capacidad para poder ejecutar tales acciones por medio de las funciones ejecutivas humanas, las cuales a su vez son el resultado de la acción conjunta de otras capacidades cognitivas (planeación, flexibilidad, memoria de trabajo, monitorización e inhibición) cuya localización se asocia a las áreas asociativas del lóbulo frontal. Toda esta actividad cerebral integra la participación del sistema nervioso, en especial, el sistema límbico, el cerebro emocional, como actualmente se le señala. Por lo que podemos decir que la conducta humana se produce en la interfaz de la cultura y la activad cerebral.

1Rivera–Arrizabalaga A., Arqueología del lenguaje, 2009, ed Akal, Barcelona.

2Filoramo G., Massenzio M., Raveri m., Scarpi P., (2007), Historia de las Religiones, ed Crítica, Barcelona.

3Thompson J.E.S., 1975, Historia y Religión de los Mayas, ed. Siglo XXI, México.

4 Gargantilla–Madera P. 2009, Manual de Historia de la Medicina, ed. Grupoeditorial33, España.

5Ibid. Gargantilla–Madera  p 15354

6Ibid, Thompson, p 220.

7Laín–Entralgo P., 1978, Historia de la Medicina, ed Salvat, México.

8Eliade M., 1964, Trado de Historia de las Religiones, ed. Biblioteca Era, México.

9Ibid Rivera–Arrizabalaga, p 159.

 

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