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Persian

Por: Alejandra Fonseca

2012-08-24 04:00:00

Cuida la casa desde hace 15 años. Es una muy brava cazadora. Siempre atenta a cada ruido y movimiento, aún cuando come, y se petrifica para identificar de dónde vienen. Con la familia, si llega a su límite de caricias, saca las uñas en advertencia, nos araña si continuamos y se retira para demostrar que ya es suficiente. Fue una muy buena madre con todos y cada uno de sus gatitos, a quienes cuidaba con esmero, dedicación y mucha ternura. Conmovía verla. Hasta que la operamos y vivimos más en paz todos.

Se llama Persian. Siempre ha sido muy celosa. Sólo permitió dos perritas pequeñas en casa. A ambas las adoptó y las hizo a su manera: con la primera dormían juntas y la hizo como su hija porque la perrita se creía gata: Se paraba en dos patas y peleaba como gata, igual que la mamá. Con la segunda, igual, aunque ésta le salió más brava y la correteaba a ladridos, por lo que las veíamos pasar una tras la otra, y de regreso era a la inversa: la gata correteaba a la perra a maullidos feroces. Así se la llevaban con sus juegos peligrosos.

En otras ocasiones llevamos otras gatitas y no las aceptó. Les hacía feo. Para gatitas, sólo sus hijas. Las corría de la cama, del cuarto y de la casa, hasta que comprendimos que ya no estaba para tolerar a chiquitines.

Es toda una vida 15 años. La Persian ya casi no tiene dientes, le damos comida suave. Ve cada vez un poco menos. Aunque todavía reacciona feroz y atenta ante sonidos y movimientos. Pero ya no caza. Su último ratón lo cazó hace unos meses y me lo trajo muy orgullosa a enseñar. La acaricié, le festejé su proeza, recogí al ratón y lo tiré a la basura. Ahora los ratones y ratas se le pasean por las narices y ella se pone atenta pero ya no los atrapa. A todos se nos aminoran las habilidades.

Duerme conmigo porque respeto su equina para que se acueste como quiera. Y es lejana. No se acerca mucho. Especial como es, apenas hace dos días, cuando me preparaba para descansar, se me acercó. La empecé a acariciar en la espera de que me señalara su límite de cariño con un movimiento brusco y así evitarme el obligado rasguño. Ni dosis ni rasguño. Me extrañó. Se acurrucó junto a mí y se acostó con ronroneo.

Continué con las caricias, yo extrañada. Continuó su ronroneo y se compactó más. Me extrañé más. Nunca sacó las uñas. Nunca se alejó. Nunca se puso arisca. Por el contrario se acercó más y empezó a lamer mi mano. Así estuvimos un buen rato en la oscuridad de la noche donde sólo veía sus ojos entreabiertos y sentía sus suaves lengüetazos en mi mano.

Nunca, nunca, nunca, ni en los mejores momentos de su maternidad o los peores de alguna enfermedad habíamos tenido esa comunicación. La vida me dio una bendición. Me sentí agradecida por su compañía, por ese momento sagrado de comunicación entre ella y yo.

Por estos momentos vale la pena vivir, por estos momentos… gracias.

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