El esclavo del sur y el surrealista gallego

No a todos les gusta el cine de Tarantino, pero su talento es indiscutible. A veces (como en el arranque mismo de Bastardos sin gloria) una sola secuencia basta para confirmar que frente al tipo se está frente a un realizador de polendas, que sobre todas las cosas sabe ser entretenido. Esto último adquiere dimensión mayor en su cinta más reciente, Django desencadenado; y la mejor prueba de ello es que sus 165 minutos de duración si acaso se sienten como 120 (lo que no le sucede, por ejemplo, aCloud Atlas). Su argumento, ubicado en el sur norteamericano poco antes de la guerra civil, tiene que ver con Django (Jamie Foxx), un esclavo cuya libertad compra el cazador de recompensas Schultz (Christoph Waltz), para que le ayude en la “chamba”. Django acepta porque eso le abre la oportunidad de ir al rescate de su esposa, esclava como él, que está retenida en la plantación del cruel y poderoso Calvin Candie (Leonardo DiCaprio). Entonces, con los objetivos de ambos socios muy claros, Tarantino establece su universo pronto y bien, para hacer de todo lo siguiente el firme, disfrutable, recorrido para alcanzarlos.

Disfrutable, dije; aunque el adjetivo sea impropio para una historia rebosante de impunidad y racismo, en la que además y como siempre –tratándose de Tarantino– la violencia es gráfica y abundante; esta vez, más a contracorriente del tono juguetón que desde el inicio se marca en el personaje de Schultz, y que será la constante a lo largo de las casi tres horas de la película. Como sea, todo en Django desencadenado es tarantinismo, corregido y aumentado: el abierto homenaje al cine genérico de serie B; los personajes patanes y magnificados; la precisión y filo del diálogo; el acabado concepto de film/espectáculo (acentuado desde las canciones delsoundtrack); y por supuesto, el acostumbrado y sangriento showdown final como clímax y colofón de la violencia ya mencionada. Dados estos ingredientes –sólo en apariencia al servicio de la narrativa– el balance sobre Django desencadenado arroja saldo claramente positivo: no sólo está bien realizada, sino que se hace gozosa de principio a fin –de manera entre natural y casual– a despecho de los excesivos parámetros que Tarantino tiene calculados para eso del “gozo” (y que la mayoría de la audiencia no tiene intenciones de refutarle). Así, Django desencadenado es hoy una opción preferencial, si de ir al cine se trata.

Por otra parte, antes de asomarme a Lincoln me fui a ver El fantástico mundo de Juan Orol, de Sebastián del Amo. ¿Por qué, antes que la de Spielberg? Pasa que Lincoln, con sus nominaciones y expectativa, estará varias semanas en cartelera, mientras que esta sobre Juanito el gallego corre el riesgo de durar apenas el día y la víspera; así que uno se disciplina. De hecho, muchos son los que se preguntan quién diantres es –o fue, mejor dicho– Juan Orol. Pues ni más ni menos que el verdadero y auténtico “surrealista involuntario” del cine mexicano; el hombre que después de ser beisbolista, boxeador, corredor de autos, torero y hasta policía encubierto, encontró que lo suyo lo suyo era el cine y se hizo director de medio centenar de films inenarrables entre los que se cuentan Madre querida, Los misterios del hampa, El amor de mi bohío, Gangsters vs. Charros (es en serio), El charro del arrabal, La mesera coja del café del puerto, La diosa de Tahití, Sandra la mujer de fuego, La tórtola del Ajusco, Antesala de la silla eléctrica y El fantástico mundo de los hippies (en cuyas lobby cards podía leerse:“¡con 50 hippies reales!”). Estos y casi todos sus films le ganaron a Juan Orol otro mote, aún más cruel: “el rey del churro”. Pero el director del Amo ha entendido la pasión y hondura de su biografiado, entregándolo con ternura y –a fin de cuentas– con el debido respeto. Roberto Sosa contribuye mucho a esto, con su trabajo como Orol. Si El fantástico mundo de Juan Orol aún está en cartelera, véala (y que Lincoln espere).