Sucedió el sábado, una fecha –30 de abril de 2011– inscrita ya en la historia grande de la Maestranza. El de Álvaro Núñez del Cuvillo se llamó “Arrojado”, un negro mulato y astifino, que tanto por hechuras como por peso –corto de patas, bajito y con 500 kilos justos– recordaba a los buenos toros mexicanos de las décadas de los 60 y 70. José María Manzanares, natural de Alicante e hijo de otro artista preclaro, se relajó como nunca para bordarle un faenón de setenta y un muletazos de suntuosa despaciosidad, acompañando musicalmente con el cuerpo y un elástico el suave muñequeo la boyante, inagotable embestida. En su entrega, los sevillanos pasaron por alto varios redondos levemente enganchados, y enloquecieron cuando el artista dibujó tres naturales impecables y tan ligados como si fuesen una sola, eterna parábola. A todo esto, “Arrojado”, que había sido pronto con el caballo aunque no se mató contra el peto, continuaba embistiendo con un son y un temple deliciosos, mientras José Mari, confiadísimo y en el colmo de la inspiración, se recreaba en remates imaginativos –trincherillas, cambios por delante, capetillinas– coronados con larguísimos pases de pecho.
Cuando, dado lo prolongado de esa faena siempre a más, empezaron a asomar pañuelos blancos en el tendido, el torero empezó a trabajarse el indulto al mejor estilo México: se hacía el remolón, miraba a la autoridad con gesto de súplica... hasta que la presión del público obligó al juez a sacar el pañuelo anaranjado, prescrito por el reglamento español. José Mari acababa de abatir una tradición de toda la vida, cuyo solitario antecedente era el utrero “Laborioso” de Albaserrada, que el 12 de octubre de 1965 le cupo en suerte al novillero local Rafael Astola, quien no llegaría a tomar la alternativa pero lo toreó con mucho arte y paseó una oreja simbólica. Se recuerda, sobre todo, la gran pelea en varas de “Laborioso”, tanto que, cosa insólita, la música rompió a tocar en su honor.
En otro detalle para el recuerdo, Manzanares fue objeto de sentida ovación cuando iba a aparecer el sexto de la tarde, “Campanito” (522 kilos) que resultó otro gran toro, más alegre si cabe que el anterior, aunque su propia codicia condicionó su duración. Luego de cuidar la lidia en perfecta coordinación con una cuadrilla ejemplar –con “Arrojado”, Curro Javier se había desmonterado tras dejar en lo alto dos soberbios pares de banderillas, y con éste sexto repitió color Juan José Trujillo–, Manzanares ligó otra faena muy celebrada, aunque de tandas cortas y algo rápidas, sin que tales detalles afectaran su apasionado romance con los sevillanos. Y como lo mató muy bien, recogió otro par de orejas y una Puerta del Príncipe que desbordaría todos los diques del entusiasmo popular. Incluso hubo un intento de cargar con el triunfador hasta el hotel, posibilidad vedada por las actuales normas policiales. Eso sí, los cronistas de la tele Manuel Molés y Emilio Muñoz criticaron con acritud la paralela prohibición a que el público invada la arena para pasear en hombros al triunfador.
Taxativas legales aparte, Manzanares había vivido y hecho vivir a los presentes una apoteosis de las que hacen época.
Ejemplar encierro
El de Núñez del Cuvillo, que además del indultado “Arrojado” y del bravísimo “Campanito” envió un abreplaza de antología. “Halcón” de nombre, castaño de pinta y perfecto de equilibrio entre trapío, clase, fijeza y acometividad. Demasiada para un Julio Aparicio sin facultades ni sitio ni deseos de exponer un alamar.
También magnífico, dentro de su mucho celo y picante estilo, fue el 2º bis, “Farfonillo”, con el que Morante de la Puebla hizo encomiable, aunque infructuoso esfuerzo. Fue claro que a ese toro le faltó castigo en varas. En cambio, el otro de Morante llegó a la muleta descoordinado y a la defensiva, producto de fea voltereta durante el tercio de banderillas. De hecho, su lote fue el menos apetecible del regio banquete servido por el espléndido criador de andaluz.
Pero, artista incomparable al fin, el de la Puebla dejó su impronta en el quite por verónicas que bordó con “Halcón”. El tercer lance, por el pitón derecho, fue una auténtica maravilla de lentitud y mecido temple. Puro toreo de cintura, muñecas y hondísimo sentimiento.
El Juli,
también arrollador
Nunca empezó tan tarde la feria de abril, y pocas veces un torero se había adueñado del fervor de los sevillanos con la contundencia de José María Manzanares o, la víspera, de Julián López. Triunfador ya el domingo de Resurrección (primer par de orejas), el viernes 29, ante un lote sin mayor gracia de Garcigrande, ofrecería una demostración aún más rotunda, que lo llevó a abrir también la Puerta del Príncipe entre multitudinarios clamores. Si redonda fue su sentida faena al segundo –hasta hoy, para mi gusto, la mejor de la feria–, aún más asombrosa sería la que cuajó al quinto, un castaño ojo de perdiz probón y que no se entregó nunca, pero tuvo que rendirse a la poderosa muleta del madrileño, decidido a hacer valer su condición de primerísima figura. De paso, Julián les pegó un baño morrocotudo a Ponce y Cayetano, que optaron por el unipase y el toreo periférico ante animales sosotes pero no necesariamente peores que los que le sirvieron a El Juli para sellar su apoteosis.
Antes y después, a lo largo de la primera semana de feria, reservada a carteles modestos, todo había sido silencios, cuando no sordas lamentaciones ante el insípido juego de las mansadas del Conde de la Maza, Dolores Aguirre, Alcurrucén y Victorino. Aunque al último de éstos, suavote y muy humillado, le cuajó Salvador Cortés tres tandas al natural de temple y lentitud sobresalientes, perdiendo la oreja por no matar a la primera.
Flojo comienzo
En El Relicario, la feria tuvo un inicio desangelado. No se llenó la plaza y Valparaíso envió un encierro descastado y soso. Además, un apagón interrumpió la primera faena de la feria y de El Zotoluco, que terminaría cortándole al cuarto dos apéndices demasiado generosos, tras una labor larga, machacona y vulgar. Voluntarioso, Federico Pizarro mostró detalles de buena torería y dio, tras despachar al quinto, una vuelta al ruedo que discutieron algunos. Y en su debut, Alejandro Talavante confirmó lo mal que mata pero no lo bien que puede ser capaz de torear. Ciertamente, le correspondió un lote infumable.