Se ha instalado la LVIII Legislatura poblana, y como es costumbre en los inicios de un Poder Legislativo renovado, no se han hecho esperar las disputas y confrontaciones directas entre las diferentes fracciones parlamentarias, iniciando por la titularidad de las principales comisiones, e incluso, según se ha sabido, por el lugar que debe ocupar su curul en el Salón de Plenos.
Es cierto que a nadie debe atemorizar la puja por espacios y posiciones en un recinto que está diseñado para el debate. El problema estriba en que los choques resultan estériles y hasta frívolos en la mayoría de las ocasiones, pues los diputados parecen estar más interesados en ocupar cargos que les representen influencia política, reflectores mediáticos o ganancias extraordinarias a sus dietas, que en promover y promulgar normativas de efectiva utilidad para la sociedad.
En efecto: legislaturas van y vienen sin que los resultados de su trabajo se reflejen en la solución de necesidades reales de la gente, en el progreso de la ciudadanía a la que dicen servir, en la consecución de avances democráticos, en la apertura para la participación social real y no simulada.
Los resultados de la pobre labor de los representantes populares están a la vista de todos: de entre la clase política, los legisladores son quienes gozan del peor prestigio, pues sus tareas se consideran poco sustantivas y sobrevaloradas en los emolumentos que perciben, además de que para la sociedad es evidente que la mayoría de los diputados no representa los intereses de su distrito sino los del partido que los llevó al poder o los del gobernador en turno.