Al igual que en Copenhague en diciembre de 2009, la Cumbre del Clima en Cancún debió terminar con un acuerdo internacional que reemplace al Protocolo de Kyoto, que vence en 2012. La negación a reducir realmente las emisiones de carbono por parte de los países ricos del norte, la carencia de una medida jurídicamente vinculante para combatir la crisis climática, hicieron nuevamente que el foro no llegara a un acuerdo sólido. Estados Unidos (en donde Obama no tiene el apoyo del Senado ni de la Cámara de Representantes) promete como mucho una disminución de 17 por ciento para 2020 con respecto al nivel de 2005, una promesa facilitada por la crisis económica y que no es oficial.
Eso no es lo que hace falta. Se necesita una reducción mayor.
En cambio, en Cancún celebran un acuerdo de mínimos y al parecer sin el consenso internacional, por la posición firme y coherente del Estado Plurinacional de Bolivia. El embajador Pablo Solon se quedó solo el último día de la reunión de Cancún, teniendo la razón. Hay países que se niegan a aceptar responsabilidades históricas, otros que quieren crecer sin preocuparse del clima; otros, en fin, claudicantes que no exigen justicia climática, sino que se conforman con limosnas.
En el año 2005 un habitante promedio estadounidense emitió 19,5 toneladas métricas de CO2; un chino, 4,3, y un ecuatoriano, 2,2. En 2008, había 304 millones de estadounidenses en el planeta, 1.326 millones de chinos y cerca de 14 millones de ecuatorianos. El impacto ambiental de cada sociedad es diferente; por lo tanto, las responsabilidades deberían ser diferenciadas.
Desde el año 1990 han aumentado las emisiones en todo el mundo (EU, un 13 por ciento), excepto en algunos países europeos. Desde Kyoto, en 1997, también han aumentado, excepto otra vez algunos países europeos. La crisis de 2008–09 hizo frenar el aumento de emisiones un par de años, pero éstas continúan excediendo lo tolerable en un 50 por ciento.
En Cancún, en general, los países del sur no tuvieron una postura fuerte y consensuada de reclamo contra las excesivas emisiones per cápita de los países ricos. Tampoco reclamaron con fuerza por las responsabilidades históricas y la consecuente deuda ecológica de los países ricos. Sabemos por experiencia propia (corte de ayuda a Ecuador y Bolivia tras Copenhague 2009) y por las revelaciones de WikiLeaks, cómo Todd Stern, el negociador de EU recurre a las amenazas y a las promesas de donaciones monetarias (casos de Etiopía y las Maldivas) para lograr que los gobiernos del sur renuncien a exigir la deuda ecológica y a pedir reducciones de emisiones más fuertes y más rápidas.
Más allá de la Cumbre de Cancún, la tarea es reducir las emisiones entre 50 y 60 por ciento. En concreto se plantea la cuestión ¿dónde dejar gas, petróleo o carbón en tierra? La respuesta es: allí donde el ambiente local es más sensible, tanto en términos sociales como ecológicos; allí donde la biodiversidad local vale más. Este es el caso del Parque Nacional Yasuní. Hay que insistir en estas iniciativas válidas para paliar un problema global.
El cambio climático es una realidad y el mundo espera acciones concretas. Hay responsabilidades comunes y diferenciadas. Desde hace tiempo se reconoce el aumento del efecto invernadero como consecuencia, principalmente, de la quema de combustibles fósiles. En 1895 el químico Svante Arrhenius ya explicó cómo el aumento de la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera aumentaría la temperatura y produciría el cambio climático.
El cambio climático genera transformaciones naturales irreversibles e irreparables. La desaparición de la biodiversidad, por el crecimiento de las fronteras productivas, no se puede revertir. En los países andinos desaparecen los glaciares y demás fuentes de agua, como producto del aumento de la temperatura planetaria.
Los países ricos tienen una deuda ecológica o climática con los países del sur. El reconocimiento de la deuda ecológica, por la acumulación de gases de efecto invernadero, permitiría determinar la responsabilidad histórica de los países ricos del norte. Este tema de la deuda ecológica ha pasado de la sociedad civil a los discursos de algunos cancilleres y de presidentes, pero no se hace operativo.
Los fondos provenientes del pago de la deuda ecológica histórica podrían dirigirse a la conservación de los bosques, los manglares, las fuentes de agua y la biodiversidad; a la adaptación de ecosistemas y grupos humanos vulnerables, como los del Ecuador, y a la transición energética para evitar la emisión de gases de efecto invernadero. Los países del sur somos, por tanto, acreedores de la deuda ecológica. Nos deben un aire y un planeta limpio.
No se trata de que los países ricos del norte den créditos de “adaptación” o “mitigación” a los países que no tienen responsabilidad histórica, o tienen muy poca, por el cambio climático. Mucho menos, de que esos créditos concedidos por un Fondo Verde del Banco Mundial actúen como nuevos mecanismos de endeudamiento para los países del sur. Es una cuestión ética: los países del norte deberían reconocer su responsabilidad financiera y social con las generaciones actuales y futuras. Es necesario evitar que los “ajustes ambientales” adopten la misma forma perversa que los “ajustes económicos estructurales”; no se puede permitir la misma imposición de condiciones, que se dio con el beneplácito de los gobiernos de turno y las élites económicas y políticas, por parte de las tan cuestionadas instituciones de Bretton Woods, como el Banco Mundial o el FMI. Pagar la deuda histórica es como pagar una multa justa que se revertirá en su propio beneficio: los países ricos obtendrían un mejor aire y calidad de vida a cambio de ese “pago”.
(*) Fander Falconí es coordinador del doctorado de economía de
desarrollo de Flacso–sede Ecuador.
Joan Martínez Alier es profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona.