La inauguración de la temporada grande capitalina admite varias lecturas. Esperanzadora en cuanto al actual poder de convocatoria de nuestra bocabajeada fiesta (fue el primer lleno casi total del siglo, exceptuados los 5 de febrero anteriores al calderanato, que convirtió en laborable la fecha), confirmatoria de la alianza comercial Herrerías–Ponce (como esta columna había previsto, el de Chiva volverá al cartel del 5 de febrero próximo, aprovechando que cae en domingo) y alarmante en cuanto a la huida radical de la emoción, culpa del diminuto encierro de San José, elegido ad hoc por la gente de Enrique Ponce y sumisamente tolerado por la “autoridad” y los otros dos espadas, lo que condujo la corrida directamente al desastre. Que se medio ilusionara en otro sentido el aterido público gracias a dos obsequios de fin de fiesta no elimina los signos de alarma. Más bien añade la convicción de que aquella apasionada pero también equilibrada y sabia afición de la Plaza México pertenece a un pasado irremediablemente ido. Hoy asiste –cuando asiste– un público ramplón, complaciente y prejuiciado, con más gusto por el mitote que por la Fiesta y con escasa capacidad de juicio y reacción. Lo guía su devoción por los nombres que eventualmente engalanan algún cartel, y está dispuesto a premiar cualquier cosa con tal de justificar los altísimos precios de las localidades. En tales condiciones, no es de extrañar que le cuelen becerros por toros –el domingo hubo dos tolerables apenas para festival de aficionados, y casualmente dedicados ambos al divo valenciano– o que continúen vigentes los regalitos, incluidos los apéndices más baratos en la historia del coso de Insurgentes.
Los ninis
Suelen incurrir los actuales pontífices de la crónica –muy degradada y ya casi de salida– en la peregrina afirmación de que la altitud del DF ahoga al toro grande y le impide lucir su poder y bravura congénitos (a lo mejor no lo dicen con estas palabras, que la mayoría desconoce). Pues lo que el domingo salió por toriles desmiente clamorosamente el interesado aserto. Resulta difícil imaginar una novillada más cómoda y menos inquietante, y es casi imposible concebir un comportamiento más pacífico y blandengue, al grado que, aún descontada la disposición de la gente a jalear cualquier cosita, terminarían por escucharse expresiones de malestar y hartazgo ante la carencia de brío de los desrazados bichejos de San José, ganadería que ha pasado en pocos años del animalito pastueño y facilón, apropiado para faenas inacabables, al burro con cuernos, que relega toda emoción al olvido. Si, para colmo, asoma de repente por toriles un becerrote tan estragado e impresentable como el quinto –cómo sería la cosa que Ruiz Torres lo tuvo que devolver al corral, en previsión de males mayores–, y tras ese burdo intento el robo termina por consumarse, encarnado en el anovillado y astigordo buey que lo sustituyó, se tendrá un panorama más o menos completo de lo ocurrido: en la inauguración de la temporada y en el panorama general de nuestra tauromaquia.
Los de obsequio se defendieron el primero, de Jorge María, por repetitividad y trapío (hasta parecía toro de lidia) y el de Santa María de Xalpa, terciadillo y delantero de cuerna, por una bravura codiciosa y lindante en la fiereza.
Si alguna vez se reconoció a la México como indiscutible catedral taurina de América, hoy representa bastante más cortar una oreja en Quito o Bogotá, e incluso en Guadalajara.
Desabrido retorno
Volvía El Zotoluco a la capital después de cuatro años de abstinencia y su archisabida tauromaquia supo a poco, a tono con la ñoña sosería de su lote. Correcto con el primero, al que despachó de inclemente bajonazo, aburrió de lo lindo a la parroquia su machaconería sin verdadera decisión ante el cuarto, al que tardó una eternidad en despachar, aviso de por medio. Pero recurrió al séptimo cajón y su esplendidez terminó por redituarle buenos dividendos, tanto de cara al respetable, que descubriría inusitadas virtudes en el quehacer del diestro de Atzcapozalco, como por lo que hace a las aprovechables cualidades de “Insurgente”, que repetía obediente pero con cierto picante. Una estocada algo trasera pero eficaz completó el efecto y daría paso a la concesión de la oreja.
Voltereta impresionante
De la infame burrada de San José, a Octavio García le tocó lo peor: un buey que huía de su sombra con trote cochinero, y un becerro tullido, en el que se contaban por caídas las esporádicas y anémicas embestidas. A nadie sorprendió, dadas las ganas exhibidas en todo momento por el queretano, que se apresurara a anunciar el obsequio, originando improcedente forcejeo con el juez, que pretendía negarle ese derecho.
Y precisamente, la salida de ese octavo trajo el momento más torero de la tarde, pues El Payo se lo enroscó materialmente a la faja en un manojo de lances, sorteando a puro juego de brazos al revoltoso animal. Poco castigado en varas por iniciativa del matador, el bicho llegó entero al tercio mortal, y no tardaría en sobrevenir la voltereta, con la cerviz del rubio diestro dramáticamente retorcida en la caída, que lo dejó sumamente maltrecho. Había prolongado la emoción con un inicio en los medios en que por dos veces cambió el viaje en cortísimo terreno, y alcanzó a correr la derecha en una primera tanda, antes de verse vapuleado por el agresivo burel que, mientras las asistencias se llevaban a El Payo y su gente intentaba reanimarlo, permaneció por algunos minutos engallado en los medios y dueño de la situación. Volvió a la brega Octavio, pero ya muy disminuido y a merced de las enrazadas embestidas de un toro sin trapío aparente pero desbordante de fiereza y casta. La desigual aunque emotiva lucha se saldó de certera estocada, y el público se desbordó con El Payo, que alcanzó a mostrar los dos trofeos que el juez exageradamente le concedió, antes de caer desvanecido para, entre aclamaciones, ser transportado a la enfermería.
De salón
Así fue la faena de Enrique Ponce a su primero, un novillote de San José más obediente que una novicia, que aceptó impresionante cantidad de trapo durante la larga y sosegada faena del valenciano, quien se dio el gusto de entrenar en traje de luces a cambio de sustancioso porcentaje de la taquilla que la multitudinaria concurrencia produjo. La ausencia de emoción fue reemplazada en parte por el rítmico contoneo del torero, mientras acompañaba con suavidad las franciscanas embestidas del animalito, incluso en el gimnástico muletazo de su invención, que para darse requiere la colaboración de bichos totalmente entregados y con la fuerza justa. Un pinchazo le arrebató la posible oreja, y la impaciencia que ya campeaba, aunada a la sosería del 5º bis, anuló sus posibilidades de salir nuevamente triunfador de un coso que es para él como el castillo del rey de chocolate.