En nuestro país pesa sobre la historieta una trágica maldición, el ser considerada un arte menor, un objeto desechable, de poca importancia. Podemos buscar muchos culpables, pero los principales responsables son sus consumidores. Lectores que se transforman en oligofrénicos adolescentes, así tengan 30 o 40 años de edad.
Asistir a una convención de cómics en nuestro país es encontrarse inundado por una avalancha de superhéroes estadounidenses y retorcidos fans que a la menor provocación nos resaltarán los valores de tal o cual título. Desde muy temprana edad asistí a convenciones de este tipo y es terrible ver a gente que su único mundo es el creador por DC o Marvel, pero desconocen cualquier otro tipo de historieta.
Hace un poco más de un año me encontré en medio de una convención dedicada al manga donde un grupo de mujeres bastante obesas cantaba –en supuesto japonés– una canción mientras sus disfraces de colegialas brindaban un espectáculo terrible. El director de una conocida editorial mexicana regalaba ejemplares al que supiera la respuesta de una pregunta de sus personajes favoritos. Tras bambalinas me había dicho que los otakus sabían las cosas más absurdas de los cómics. Así que las preguntas iban desde qué tipo de leche tomaba tal mangaka o si el personaje utilizaba la cocina.
Casi siempre se habla de Europa como el lugar donde el cómic adquiere carta de maduración, donde se hacen los festivales más grandes (Barcelona y París) y donde hasta un presidente de un país va a inaugurar este tipo de actos, porque reconocen la importancia de la historieta. Pero siempre se dice que no se tiene el dinero y la infraestructura de un país así; sin embargo, Argentina es un ejemplo claro sobre cómo el cómic es de vital importancia para la cultura de un país.
El periódico El Clarín editó hace unos años la Biblioteca Clarín de la Historieta en sendos volúmenes que incluían estudios introductorios comisionados a grandes estudiosos y letrados no sólo de este arte, sino de la cultura en general.