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Miércoles, 26 de octubre de 2010
La Jornada de Oriente - Puebla -
 
 

 OPINIÓN 

Wikileaks

 
ANAMARÍA ASHWELL

Liberar en la red 400 mil documentos clasificados como de “seguridad nacional” por el Ejército estadounidense sobre la guerra en Irak entre 2003 y 2009 ha convertido a los audaces creadores del portal Wikileaks no solo en el enemigo público del Pentágono sino en los más formidables cuestionadores del periodismo actual. Wikileaks no solo ha exhibido las arbitrariedades, atrocidades y violaciones a derechos humanos y civiles cometidos en la guerra de Irak sino que ha publicado otros “secretos de Estado”, con acceso ilimitado para cualquiera que quiera consultar su portal, como la ejecución de 500 opositores en 2008 al régimen de Mwai Kibaki en Kenia; la muerte de seis personas por tóxicos producto de 40 mil litros de gasolina que el gobierno de Costa Marfil derramó sobre el medio ambiente; las corrupciones que encubrían manejos financieros del banco islandés New Khaupting y también las ultimas conversaciones de las víctimas de S–11, entre muchos “secretos” más.

Periodismo del destape total, de transparencia sin adjetivos, que involucra a doce personas con un presupuesto de alrededor de un millón de dólares anuales, provenientes de donaciones anónimas de más de 10 mil personas, es el perfil de Wikileaks  que el Pentágono estadounidense busca, por todos los medios, silenciar. Más 150 mil twitteros se encargan, mientras tanto, de difundir su portal colaborando de esta manera para que Wikileaks, a pesar de los embates (e incluso contradicciones internas entre colaboradores) siga vivo y abierto en la red. Quizás la observación reciente de uno de sus detractores es la única critica que apuntala una debilidad: Wikileaks había nacido como una organización que involucraba a muchos, colectivamente, precisamente para que nunca pudieran silenciar o perseguir a una sola persona en nombre de una organización que maneja y difunde información que ningún poder, económico o político, esta dispuesto a permitir se haga público. Con el tiempo, sin embargo, el australiano Julian Assange concentró las decisiones y se volvió el portavoz de Wikileaks. El portal peligra ahora porque la persecución de Assange (vive actualmente a salto de mata y en la clandestinidad) desafía y obstruye la posibilidad que más que una organización Wikileaks se convierta rápidamente en un auténtico movimiento social de alcances impredecibles para los poderes de facto en la era digital (suplemento, domingo, El País, 20.10.10).

El mayor impacto de la revolución periodística de Wikileaks, por otro lado, alcanza al periodismo mismo: los medios han abandonado largo tiempo la investigación de fondo y mayormente reproducen solo contenidos tutelados de información que proviene de gobiernos, empresas o poderes de facto que son parte y partido en los acontecimientos reportados. Los periodistas colaboran en domesticar la información cuando agregan su firma a esos comunicados tutelados, seleccionados para publicación porque no generan gastos, ni posibles juicios legales, ni riesgos, a sus editores. Wikileaks pone en la mesa otra manera de ejercer el periodismo: a mayor exposición de los poderes, a mayor libertad de prensa, la transparencia total en sus comunicados (es todavía casi total porque Wikileaks selecciona y censura aquello que puede llegar a repercutir en la muerte de los reportados) empuja las fronteras, desacredita consideraciones, reticencias o barreras y vuelve rentable un periodismo crecientemente de transparencia total en la cual no solo se vale contar todo sino que los medios que no lo hacen se miden con su vara. Aquí residen realmente las implicaciones revolucionarias de las prácticas periodísticas de Wikileaks y los alcances, implicaciones y el destino de los medios (después de Wikileaks) en los próximos años, que apenas empezamos a vislumbrar. Cuando Wikileaks divulgó 76 mil documentos secretos de la guerra en Afganistán el director de The New York Times editorializó que “cualquiera sea su visión de esa guerra” la divulgación de esa información tendría consecuencias en vidas. La respuesta de Wikileaks fue avasalladora: la guerra en Afganistán ha provocado la muerte de más de 20 mil civiles y The New York Times tiene dificultades para criticar al Ejército responsable. Wikileaks señaló así una desproporción y una perversión de la libertad de divulgar toda la información sobre la guerra porque si no es total se corrompe el sentido de justicia en el lector porque éste recibe solo lo “políticamente correcto”, o los datos oficiales suministrados, o autocensurados, en un conflicto con alcances éticos planetarios.

La guerra, cualquier guerra, es un escenario de horror. Es la tumba de todo sentido de justicia, de todo valor humanitario: convierte a los combatientes en monstruosos verdugos y a los civiles, especialmente a los más débiles, en sus victimas. Acciones de violencia gratuita, torturas, descomposición psíquica y sádica se muestran entre combatientes pero también entre los civiles tratando de sobrevivir las balas. Sabíamos que las atrocidades en la guerra de Irak y Afganistán debía ser legión pero no teníamos, hasta la divulgación de Wikileaks, ni imágenes ni documentos puntuales.

Recientemente el historiador de Yale, Timothy Snyder (Bloodlands: Europe between Hitler and Stalin) describió el impacto, simple y grosero, monstruoso, que tuvo la Segunda Guerra Mundial (una guerra que todos “justificamos”) sobre la población de Polonia, de los Estados Bálticos, Ucrania y Rusia occidental cuando estos territorios fueron ocupados por los ejércitos nazi y soviético. Snyder describe puntualmente, exhibiendo cifras y documentos antes desconocidos, que los “campos de sangre” empezaron con la hambruna que Stalin infligió a Ucrania entre 1933 y 1945: 14 millones de personas murieron. Los muertos los aportaron los pueblos, la población civil de esta región. El odio a los judíos fue por igual de parte de Hitler como Stalin pero menos de 1 por ciento de la población alemana era judía cuando Hitler asumió el poder en 1933. Los 5.4 millones judíos que habitaban la región del Báltico, Ucrania y Polonia formaron el grueso del pueblo judío exterminado. Los tiranos, Hitler y Stalin, explica Snyder, fueron aliados –no enemigos– en la ocupación de Polonia (entre 1939–1949) y ambos perpetraron el exterminio judíos y de la población civil en los “campos de sangre”. Un millón de personas fueron recluidas en campos de concentración alemanes, explica Snyder, pero 10 millones de personas murieron en Polonia, Ucrania. Bielorrusia y Rusia. Una reseña bibliográfica (A.Applebaum, The New York Times Review of Books) resalta cómo Snyder,  finalmente expurgadas las estadísticas y los documentos entonces secretos, aclara sin lugar a dudas que episodios de la guerra antes vistos por separados se enlazan y se muestran como facetas de un solo fenómeno genocida: la hambruna en Ucrania, la Shoa, las ejecuciones masivas de Stalin, la muerte por inanición de soldados soviéticos capturados por los nazi y la limpieza étnica en la post guerra: los dos combatientes, de bandos opuestos –rusos y soviéticos– cometieron los mismos crímenes, al mismo tiempo y en los mismos lugares. Crímenes que costaron la vida a millones de civiles, en hornos de gas o en los bosques de Bielorrusia, silenciosamente, sin que quedaran de ellos ni una foto y casi ningún reportaje (salvo en la documentación secreta de los ejércitos). El periodismo de investigación que practica Wikileaks tiene el efecto de esta investigación histórica sobre la Segunda Guerra Mundial pero en el momento mismo en que la guerra está sucediendo en Irak y Afganistán. Bagdad ahora clama porque se indague sobre estas revelaciones; el Pentágono y el gobierno británico ven en Wikileaks a la bestia negra que debilita a sus ejércitos pero la información hecha publica mostrará, sin lugar a dudas, que de un escenario de guerra, nadie, nadie sale limpio.

 
 
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