Míralos, a los pobres. Sentados, dándose la espalda. Toda la vida ignorándose, sin saber el uno del otro. Resignados a no conocerse. Hasta que un día, buenas tardes, el destino, la vida, dios o como quieras llamarlo, digo, buenas tardes y ahí estás tú, sentada, mirándome de frente, y tú buenas noches, qué gusto, me llamo, y digo mi nombre y lo miro a los ojos y entonces sé. Algo se me revela. Profundo y oscuro que apenas si hay una o dos palabras para, más o menos, describirlo, pero no, es un animal huidizo y asustadizo. Miedoso, tembloroso, parco de hablar.
Ahora no tiene dientes, pero tal vez mañana le crezcan unos enormes colmillos y se me encaje –se le encaje– en el cuello, porque acaba de decirme buenas noches y siento que la conozco de toda la vida. Vaya, si llevaba tantos años aquí, sentado, esperándonos, para abrasarnos, sí, abrasarnos, no abrazarnos, sino abrasarnos en su tibia llama, que algún día será una hoguera, luego un incendio que lo arrase todo.
De todos los lugares comunes, el único mortífero es el amor, le digo mientras camino a su lado y me toma de la mano y yo le sonrío, coqueta, dispuesta a contarle mi vida en tres minutos, que ella se imagine el resto, será fácil, porque algo le brilla en los ojos, bajo esa cabellera galáctica, que parece un río congelado, con el que juega el viento, y me dice te entiendo, gracias, buenos días, ya ha pasado un día entero y me sigue mirando con ojos de noche, el pobre, se ve que nunca antes me había visto caminando subiendo peldaño a peldaño la escalera del cielo, la misma que alguien soñó llena de ángeles y por donde se sube a la dicha, el pobre, el pobrecito, que ya no sigue sentado, que se ha puesto de pie y se ha echado encima su traje de ideas y habla y no para de hablar y me aturde con sus palabras que suenan tan lindas que no las conozco, no las identifico, el pobre, que trata de impresionarme cuando es él quien debería de maravillarse, porque si la vieras entonces sabrías de qué te estoy hablando, porque de verdad te digo que no hay forma de asirla con palabras, es como si quisieras encadenar un río, y ya te quisiera ver haciendo eso, pobre de ti, imposible, imposible, ni siquiera lo intentes, porque ella es un ave invisible que sólo puedes percibir de noche, en medio de tus sueños: es cuando ella viene y se sienta a tu lado, en tu habitación del artista y te dice:
“Hola, anoche me escapé del sueño de un pintor italiano. Tengo los pies fríos. ¿Me dejas dormir contigo?”, te dice y el pobre se hace a un lado, el pobre, pobrecito, que trata de abrasarme, sí, sí, otra vez con ese, pero se ha quedado frío también. La pobre. Venía hecha un témpano. Me dijo que se había escapado de un sueño. Por eso venía desnuda, la pobre, olía a sal, a aves marinas, a mar nocturno, y su cabello de río se le enredaba por el cuerpo, como una serpiente capilar, la pobre, que me mira con sus ojos de carbunclo, un virus, una bacteria, un faro, esos dos ojos, que me guían por su cuerpo, yo, ciego, herido de luz por sus ojos, que me miran y me atraviesan, como caballos de fuego, el pobre, que se ha quedado rígido, como un muerto, el pobre, entonces le hablo con los ojos y la escucho con mis labios, húmeda, y grita mi nombre en mi piel, toda, la cubre con sus gritos, ella, la pobre, húmeda, con sabor a sal, recién fugada del sueño de un pintor italiano, la pobre, que atravesó el meridiano de la noche para llegar a mi habitación del artista, el pobre, que sólo tiene palabras en su bolsillo, que me enseña, relumbrantes, vivas, despiadadas, con sus colmillitos ávidos de sangre, y ella las toma y se las pone en el pecho, y ellas, las palabras, las pobres, se acurrucan, una que otra la muerde y le deja una hermosa marca en el seno izquierdo, ah, dice ella, la pobre, tan hermosa que la palabra hermosa ha quedado a su exclusivo servicio. La belleza ha sido expropiada en su nombre y con ella se viste todos los días. La pobre.
* Texto del libro ganador del Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2010, convocado por el Conaculta y el gobierno del estado de Colima.