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Viernes, 9 de julio de 2010
La Jornada de Oriente - Puebla -
 
 

 ENTREPANES 

A sus 99...

 
ALEJANDRA FONSECA

Sus pequeños ojos negros resplandecen en la oscuridad. Brillan de contentos. Está feliz porque casi pisa el siglo. En espera del festejo familiar, se ilusiona con el vestido que usará y de la misa de Acción de Gracias, como si fuera quinceañera. Radiante con la expectativa de la fiesta con la familia y amigos que la queremos. Y desde luego, con los regalos.

Necesita la mínima ayuda para realizar sus actividades cotidianas. Es independiente. Sostiene pláticas con comprensión y mucho corazón. Ríe con franqueza y llora con sinceridad, y se conforma cuando las cosas no son como ella quiere porque sabe que “siempre llega algo mejor”.

“Ya nos vamos, tía”, le dijo una de mis primas dos semanas antes de su celebración, cuando nos reunimos para ponernos de acuerdo para la fiesta. Con ojos tristes y húmedos, y voz entrecortada, mi tía Emilia respondió: “los quiero mucho a todos, no se vayan”.

Entré al quite: “¡¿Cómo?! ¡pero si no cabemos todos en tu cama, tía! Me voy a quedar contigo. Ellos se tienen que ir. ¿O a poco crees que cabemos todos en tu cama? ¿quieres que durmamos todos apretados? Luego nos quedamos platicando tú y yo hasta las 5 de la mañana y nos regañan que estamos en el güiri güiri, porque nos desvelamos y además se enojan que al día siguiente no nos levantamos temprano. ¡Mejor que se vayan, así nos divertimos más!”.

“¡Si cierto, m’ija!,” me contestó, “Se pueden ir”, dijo a los que partían, convencida de que tendría compañía y chorcha para rato y les dio su beso de despedida.

De parte de mi madre fueron nueve hermanos. Esta tía, Emilia, es la mayora, dirían en mi pueblo. Mi madre era de las más pequeñas. Entre una y otra se llevaban 20 años. Quedan vivas sólo dos tías: Emilia y Esperanza. A ambas las adoro. Los demás ya murieron.

 Llegó la tan esperada celebración. Fuimos a su misa. Sentadita en una silla al centro de la iglesia, elegantemente vestida y muy peinada, sonreía de felicidad. El salón de fiestas estaba arreglado para la ocasión. Hubo buena comida y después empezó el baile.

–¿Bailas, tía? –se acercó muy atento uno de mis primos.

–¡Claro m’ijo! Y como cuete la tía Emilia se levantó a bailar salsa romántica.

Sus ojos, sus pequeños y brillantes ojos negros, traslucían su alegría toda. Sonreía. Coqueteaba con el aire. Con el viento, con la luz y la oscuridad. Con el movimiento y el sonido. Con las notas musicales y la voz cantante. Tarareaba las canciones. Entonaba secreteos. Coreaba susurros. Le hablaba al oído a la vida. Al amor. Al tiempo que todavía tiene por vivir. A sus recuerdos...

Aplaudió. Bailó y siguió bailando. Bailó con quien quiso, y a quien no quiso lo rechazó porque no le gustó. Cantó y siguió cantando en murmullos.

Bonita. Muy bonita en su persona. Alegre. Seducida por cada uno de sus respiros. Cortejada por el latido de su corazón. Cautivada por la cadencia de su baile. Enamorada de la vida. De esta aventura maravillosa de llegar al casi siglo y estar entera y reír, sonreír a esta oportunidad única de vivir el momento que se tiene.

Bajaba la mirada, entrecerraba los ojos. Dejaba caer sus párpados en señal de flirteo... y quizás, quizás por tener vivos, a flor de piel, los amores que la merodearon como chupamirtos y que la siguen rondando en sus recuerdos.   

–¡Es una coqueta! –le dije a mi prima, junto a quien me senté.

–Es una Venegas. Así eran todas ellas. Así somos.

—¡Qué bendición es verla así de viva a sus 99... que nunca se me olvide!

 

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