Martes, abril 23, 2024

Territorio de guerra

El esquema neocolonial generalizado que pretende establecer el capitalismo neoliberal a escala de todo el planeta, y que implica, a nivel colectivo, apropiarse de los recursos de las naciones más débiles económicamente, y a nivel interno e individual, someter a la población a un nuevo tipo de esclavitud, en donde la única libertad permitida sea la de consumir (si se tiene dinero, por supuesto), necesita como requisito fundamental la instauración de un clima de violencia e inseguridad que sirva de cobertura a las estrategias represivas de los grupos empresariales en el poder, cuyo programa de explotación no pueden imponer si no es en un contexto de militarización de la vida social. Por eso el país se ha convertido prácticamente en un territorio de guerra.

Así lo demuestran ampliamente los acontecimientos de los últimos días, en relación con dos cuestiones nacionales que han ocupado las primeras páginas: el desarme de los grupos de autodefensas en Michoacán y las agresiones paramilitares a los caracoles zapatistas. En el primer caso, es evidente que los poderes fácticos, representados por la estructura burocrática del partido en el poder, primero favorecieron, toleraron y protegieron a los grupos del crimen organizado, que hizo presa fácil de la sociedad civil, desarmada y traicionada por el Estado, de tal forma que a las víctimas no les quedara otro camino que el de la violencia defensiva, lo cual favoreció el nacimiento de grupos de ciudadanos organizados que tuvieron que pagar con sus vidas el realizar por sí mismos la limpieza no sólo de los grupos narcoterroristas, sino de los funcionarios coludidos y aliados con ellos.

En un tercer momento, las instituciones intervienen en nombre de “la restauración de un Estado de derecho”, reprimiendo, combatiendo, desarmando, dividiendo y desacreditando a los grupos de ciudadanos armados, obligándolos a incorporarse a los cuerpos represivos del mismo Estado.

Eso explica las acusaciones, los encarcelamientos y las campañas mediáticas en contra de los líderes auténticos del movimiento. Se puede interpretar esta estrategia como un ensayo de vacuna social en contra de la inconformidad y la resistencia al modelo de explotación económica: se inocula a la sociedad con un alto grado de violencia para que ésta reaccione violentamente, se mida su fuerza, su organización, sus líderes se identifiquen, se descabece el movimiento, se coopte a sus integrantes y sirva de escarmiento para futuros inconformes.

En el caso de las agresiones a los caracoles, se busca hacer lo mismo: a través de grupos paramilitares y organizaciones afines y financiadas por el partido en el poder, se ha subido la intensidad del acoso y agresión que se ha mantenido desde 1994 en contra de las comunidades zapatistas, bajo pretextos de conflictos intercomunitarios, para hacer aparecer a los rebeldes como “campesinos violentos por naturaleza”, esperando que la sociedad haya olvidado los motivos y los logros del movimiento zapatista en 20 años de vida. Todo parece apuntar hacia la preparación de un nuevo intento de acabar con una experiencia que está dando mal ejemplo de rebeldía y de creación de alternativas diferentes al modelo capitalista neoliberal depredador, no sólo al resto de la sociedad mexicana, sino a muchos países del planeta cuyos movimientos de protesta han hecho suyas las premisas de otros mundos posibles.

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