Dentro del complejo panorama de nuestra realidad nacional, la llegada de un gobierno diferente a los que desde hace décadas hemos padecido, ha abierto una serie de expectativas de cambios profundos en las estructuras, pero sobre todo de un proyecto diferente de nación. En este largo compás de espera entre el triunfo electoral y la asunción oficial del poder, ya se están dando los primeros “rounds de sombra” entre las viejas estructuras y el nuevo gobierno, mediante los cuales se pretenden fijar las reglas y los límites hasta donde el nuevo gobierno y sus bases sociales pueden llegar. Todo apunta hasta ahora a que los grupos de poder, los dueños del dinero y sus capataces (ex presidentes y ex funcionarios que ahora son accionistas de las empresas transnacionales y empresarios) están marcando las pautas que debe seguir el nuevo gobierno durante los próximos seis años: muchos discursos diferentes, muchas promesas y declaraciones de cambio, pero nada de llevar a la práctica esos cambios; se puede cambiar de gobernantes, de discurso y de decorado, pero el argumento de la obra teatral no debe alterarse. El proceso neoliberal debe seguir, la construcción del aeropuerto en el sitio menos adecuado, las concesiones mineras y petroleras, las concesiones de las autopistas, del agua, de la energía eólica, de la educación, etc. Ya varias voces se han levantado para exigir que el nuevo gobierno abra los causes y las oportunidades para que sea la sociedad organizada la que lleve a buen término esos cambios que de ninguna manera pueden ser cosméticos; se ha hecho patente desde diferentes ópticas que no se trata de cambiar personajes, sino de cambiar la trama de la historia completa.
En este marco de expectativas y amenazas, el tema de los pueblos indígenas, su cultura, sus territorios, sus recursos naturales y sus relaciones con el Estado y con el resto de la sociedad, ha sido silenciado o por lo menos minimizado, dejando entrever que la búsqueda de una mejor distribución de la riqueza, incluye también a los pueblos indígenas y por ello se habla de un tren maya y de un canal interoceánico que contribuirán a sacar del “subdesarrollo” a esos pueblos que esperan justicia y respeto desde hace 500 años. Estamos ante el viejo discurso del primer indigenismo mexicano posrevolucionario que buscaba acabar con los pueblos indígenas (considerados como un lastre o un obstáculo para el desarrollo del resto de los mexicanos), integrándolos a la sociedad de consumo capitalista.
Desde esta óptica, se trataba de hacerles olvidar sus creencias, su lengua, sus tradiciones, para incorporarlos como mano de obra domesticada al trabajo industrial o de servicios de las grandes urbes, en donde, “teniendo un salario asegurado”, podrían emigrar a las ciudades y, sobre todo, podrían tener acceso a los bienes que la sociedad de consumo les ofrecía y cuyo disfrute les daba acceso al estatus de “civilizados”, o mejor de “desarrollados”. Sin embargo, la trampa no funcionó del todo y el 23 por ciento de mexicanos indígenas hoy sigue cultivando su tierra, consumiendo sus propios alimentos, custodiando sus recursos naturales, cuidando el medio ambiente y mostrándonos que el “buen vivir” existe fuera del proyecto neoliberal. Esas comunidades indígenas que se mantienen y resisten fuera del sistema explotador, son los guías que nos señalan el camino verdadero para un nuevo proyecto de país, en donde los valores predominantes no sean el lucro, la acumulación, la depredación del planeta, el individualismo, el agandaye y el consumo irracional e irresponsable. Si en esta oportunidad que se abre, no somos capaces de ver este horizonte y avanzar hacia él, habremos perdido tal vez la última oportunidad de salvarnos como especie y de salvar nuestra cultura propia.