Miércoles, abril 24, 2024

Derecho a destruir

Argentina es uno de los países latinoamericanos que lleva más tiempo luchando contra la siembra de transgénicos y sobretodo contra el uso intensivo e indiscriminado de agrotóxicos, especialmente el glifosato, que ha provocado graves problemas de salud y de pérdida de la biodiversidad en las poblaciones aledañas a los extensos cultivos de soya transgénica. Apenas hace unos meses organizaciones ambientalistas, académicas y relacionadas con la salud, demostraron en el Tribunal Internacional de Conciencia de la Haya, los dramáticos daños físicos en los habitantes por las fumigaciones masivas aéreas de los cultivos de soya, mostrando al mundo las evidencias que los gobiernos neoliberales se han negado a aceptar, logrando con ello una condena moral internacional en contra de Monsanto y sus comparsas de los agronegocios de muerte.

Otro triunfo importante de la sociedad civil organizada argentina fue haber logrado con sus movilizaciones que se cancelara la construcción de un centro de producción de semillas transgénicas. Sin embargo, los terroristas del agronegocio, las empresas multinacionales (Monsanto, Syngenta, Pionner, Bayer entre otras), están poniendo en pie una nueva estrategia para enfrentar la creciente oposición en todo el mundo, que consiste en contratar esquiroles de misma población para enfrentarse directamente a quienes se oponen a sus intereses.

Hace unos días, unos “agroempresarios” de la localidad de Dique Chico, en la Provincia de Córdoba, se encadenaron frente las oficinas de la autoridad comunal en protesta porque los pobladores promovieron una disposición municipal que prohíbe las fumigaciones de agrotóxicos dentro de un perímetro de 2 mil metros alrededor de la población. Lo interesante de este insólito caso es que los cuatro o cinco productores protestantes, alegan que se están violando “sus derechos humanos”  puesto que con esa disposición, se les impide “su trabajo productivo” que al llamarlos “envenenadores” se les está ofendiendo en su dignidad de personas; que las autoridades comunales se han excedido en sus atribuciones; que se está violando su derecho de propiedad privada y toda una serie de reclamos que no tocan ni mencionan para nada los daños que este tipo de monocultivos y de prácticas agrocomerciales, generan en el resto de la población, lo cual constituye un claro ejemplo de las estrategias que las corporaciones del agronegocio están poniendo en práctica para enfrentar el creciente rechazo a este tipo de terrorismo, disfrazado de agricultura moderna.

Los alegatos de los inconformes con las limitaciones aprobadas, se reducen a un solo argumento: ellos reclaman que se salvaguarden sus derechos a destruir la biodiversidad y sobretodo a dañar impunemente la salud de los habitantes del lugar; es decir que el derecho y los intereses de unos cuantos se pretende situar por encima de los derechos de la población mayoritaria, negando además a ésta, su derecho a la salud, a la alimentación sana, a disfrutar de un medio ambiente sano y biodiverso.

Este argumento es el que está subyacente en los alegatos que en la arena internacional esgrimen las corporaciones ante los tribunales locales e internacionales, pero ahora es llevado a escala local por grupos de incondicionales a sueldo de las empresas,  defendiendo sus “derechos humanos”, al mismo título de los afectados. Un argumento similar se utilizó hace algunos años por parte del gobierno español que, a instancia de las empresas, estableció un impuesto a los usuarios de páneles solares, no por el uso de la energía solar que es de todos, sino porque al usar este sistema, las empresas distribuidoras de energía eléctrica, iban a dejar de percibir ingresos, luego entonces había que compensarlas. Todo indica que el neoliberalismo busca imponer un nuevo paradigma jurídico: el interés de la impresa priva por encima del interés comunitario.

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