Miércoles, abril 24, 2024

Tejedoras, vendedoras, mendicantes, cocineras

Chiapas es un territorio sumamente contrastante, colonial todavía y difícil de asir. Es como si cada ocasión que lo visito, muta para mostrarnos una nueva faz, que, empero, continúa siendo la misma después de todo. No sólo ofende la terrible disparidad que existe entre las principales ciudades y las zonas rurales, sino el franco racismo manifiesto en calles y discursos de las personas que habitan en San Cristóbal, por ejemplo. A su vez, Chiapas –al menos todo lo que conozco–, es un crisol de maravillosas expresiones humanas fijas en piedra, textil, comida y cultura en general, que ofrecen al visitante y al oriundo de la región una riqueza única. Contrastante, como lo comento. No es mi interés en este momento exponer todo lo que me produce ese maravilloso estado ni su gente, sino centrar mi atención en una circunstancia que me pareció relevante en esta visita –he realizado ya tres a Chiapas–: las mujeres provenientes de alguna etnia y que vi en los diferentes lugares que visité, en especial cerca de San Cristóbal. No partiré de una postura enteramente feminista, pero sí observando el aspecto del género para puntualizar las diferencias que encontré, los amables lectores –mujeres y hombres, que conste– tendrán sus propias conclusiones. Por otro lado, llevo años ya trabajando aspectos relacionados con la cultura, sus manifestaciones y ritmos y en especial con las culturas mayas, como para lanzar aseveraciones desde los prejuicios de mi supuesta “superioridad” moral occidental.

Simplemente quiero decir que, por todos lados donde estuve, observé mujeres pertenecientes a las diferentes etnias de la región de los Altos, dedicadas a la manufactura de textiles, a la venta de todo tipo de artesanías y artículos diversos, a la preparación de alimentos, a la realización de ciertos rituales religiosos y, finalmente, a la dolorosa mendicidad. En San Cristóbal vemos a mujeres tzotziles, tojolabales, tzeltales y de muchas otras etnias, vendiendo textiles, no sólo en el tianguis que se encuentra fuera del Ex Convento de Santo Domingo, si no en las calles. Quizá las del tianguis son las que más suerte tienen pues están establecidas y no deambulan por las calles para ofrecer sus productos; tampoco se ubican en las inmediaciones de la Catedral de San Cristóbal Mártir hasta altas horas de la noche ofreciendo sudaderas de jerga –que, por cierto, se venden a montones–, manteles y textiles, todos elaborados en Guatemala o en China. Las hay que recorren cientos de veces las principales calles turísticas de la ciudad colonial como los andadores turísticos de Real de Guadalupe, el de 20 de Noviembre, o el de El Carmen, llenos de restaurantes, boutiques y joyerías. Las hay de todas las edades, desde las muy niñas, hasta mujeres de la tercera edad. También las encontré en San Juan Chamula, vendiendo artesanías en las inmediaciones de la afamada Iglesia de San Juan y en un pequeño tianguis de textiles ubicado en el pueblo; a su vez, llevando la parte central de la devoción familiar a través de rezos y administración de las ofrendas de cera, bebidas y otros elementos dentro de la misma iglesia –no así ostentando cargos tradicionales como las mayordomías, alguaciles, alférez o perteneciendo a los consejos–. Ahí vi a múltiples mujeres con sus hijas y nietas rezando, y unos cuantos hombres y niños apoyando. También las vi en cocinas, echando tortillas en algunos restaurantes que las exhiben como en museo, o elaborando textiles en telar de cintura en talleres preparados para el turismo en Zinacantán, que se encuentran con frecuencia lejos del centro del poblado y a los que te llevan otras niñas o jóvenes. En esos talleres se ofrecen tortillas hechas a mano con queso de la región, frijoles y polvo de pepita junto con algo de posh –aguardiente–, bebida tradicional de la región.

En todas estas actividades vi pocos hombres –si no es que ninguno–. Los que encontré o estaban dedicados a la construcción, o esperaban pacientemente fuera de la presidencia municipal de Zinacantán esperando resolver algo o, a veces, están dedicados a los servicios. Es fácil detectar a las mujeres indígenas pues portan generalmente orgullosas sus vestimentas tradicionales, los hombres casi no, además de que las vestimentas masculinas tradicionales no suelen ser tan elaboradas como las femeninas. Ignoro si la mayoría de los hombres estaban en la labor, trabajando en fábricas o fuera del país en el gabacho; no sé tampoco si se dedican a la molicie y mandan a sus mujeres, niñas y niños a obtener los recursos, no creo que las cosas sean tan sencillas. El rol de estas mujeres es protagónico en la economía de sus familias y seguramente lo ha sido durante generaciones; no obstante, ahora es más relevante desde que el turismo se volvió una actividad primordial de la región, quizá la más importante. Sobra decir que su labor no es reconocida, como suele suceder con las mujeres en todo el orbe y que dudo enormemente que cuando llegan a sus casas a altas horas de la madrugada, hay alguien que las espere con comida caliente y las condiciones mínimas para poder descansar. Lo más seguro es que llegan a preparar alimentos y garantizar la limpieza de su hogar. Vemos en sus rostros un cansancio que se antoja eterno, lo mismo que la vacuidad que produce la pérdida de identidad y las groserías de turistas molestos por el ofrecimiento de los mismos productos siempre. Lo dicho, lectores, ustedes saquen sus conclusiones.

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