Se pega al paladar,
llama a la memoria,
busca su raíz y al fin encuentra
cal, vigas húmedas, la cama de tablas
estrecha al lado de mi madre,
o de mi abuela cuando mi padre regresa
y, como Ulises, hace como que la sirena le habla,
y él, imperturbable, fuma tras de tomar lo suyo,
como si lo mereciera.
Pero siempre un pan,
–pan chiquito, pero bendito–
pan de ceniza sin queso
aunque con nata,
cocol de ajonjolí, regado de anís,
caliente por el bracero
o por los frijoles hervidos con epazote.
Así la vida bien valía la pena.
–Las penas con pan son buenas.
Y uno se sube a las nubes
e inventa un camino para vedar
la pesadilla y el susto de quedarse solo,
sin pan, ni madre, ni abuela.
Y en ese camino, las huellas que en la ceniza dejo
tienen el sabor del pan duro para el susto
que un día me dio mi abuela
–no llore nomás recuerde y ande a jugar
que vive como quisiera.
Así sea, así fue, así es y vale.