“Ahora los derechos pertenecen a las
empresas y no a los seres humanos”
Franz Hinkelammert
La noticia de la tercera semana de abril de 2019 es la que deja consternación sobre el suicidio de quien fuera presidente por dos periodos en Perú, Alan García, que –a decir de los medios de comunicación– lo cometió para evitar, de alguna forma, el juicio por los actos de corrupción que se presentaron en aquél país en relación con una empresa brasileña que, para ganar las licitaciones y los contratos gubernamentales, realizaba dichos actos de corrupción con los gobiernos en turno. Por ello, los últimos presidentes del país andino se encuentran procesados, investigados penalmente, encarcelados; todo lo cual es muestra de casos de corrupción en las cúpulas más altas de los gobiernos y de las sociedades. En tanto, ¿qué ha sucedido con esa empresa transnacional?, ¿será que es la única que cuenta con derechos?
Poco se ha hablado de los destinos de aquella empresa, que no sólo realizó actos de corrupción en Perú, sino que, como epidemia, se extendió a diversos países de América Latina, como el propio México. Lo cierto es que hay dos males que combatir y que pareciera que se hace poco para hacerlo: uno de ellos es la corrupción, respecto a la cual, como se puede observar recientemente en Perú, se han iniciado procesos penales en contra de sus últimos presidentes; lo mismo que ha sucedido en otros países, como en Guatemala con los fraudes aduaneros en que participó el presidente de aquel tiempo y el SAT –sí, el SAT, pero de Guatemala, que es la autoridad aduanera y que, paradójicamente, o por imposición global tiene las mismas siglas que la mexicana–; y, caso aparte, el encarcelamiento de Lula da Silva en Brasil, el cual es más por cuestión de venganza política que por otras razones, lo mismo que está sucediendo desde hace cuatro años con las intenciones de procesos penales en contra de la ex presidenta de Argentina.
Sin embargo, es generalizado el problema que existe en América Latina, a saber, la corrupción en las más altas escalas de esas sociedades: presidentes, vicepresidentes, secretarios y ministros de gobierno, jueces, magistrados; todos los cuales caen en el común denominador de proteger los intereses de los grandes capitales, las inversiones de las empresas transnacionales, para que queden a prueba de todo reclamo social o procedimiento jurisdiccional. Esto ocurre así, puesto que, por ejemplo, respecto a los reclamos sociales o movimientos de protesta, los medios de comunicación transnacionales y la policía local se encargan de silenciarlos; y, en el caso de los procedimientos jurisdiccionales, los propios tribunales, con teorías europeas y norteamericanas que ayudan a justificar todo con un “romanticismo jurídico” (Zaffaroni, Eugenio Raúl, El derecho latinoamericano en la fase superior del colonialismo, Buenos Aires: Ediciones Madres de Plaza de Mayo, Argentina, 2015); y en general, con cualquier decisión, llámese utilidad pública, interés público o interés social, siendo que estos últimos son utilizados como justificación para solventar las necesidades de esas empresas; con la salvedad, claro, de que sean empresas, ciudadanos y contribuyentes mexicanos, pues, en esos casos, se utiliza “todo el peso de la ley”.
En octubre de 2012, la comunidad guaraní Kaiowa, en Brasil, envió una carta al gobierno y a la justicia de Brasil que citaba: “Queremos morir y que nos entierren junto a nuestros antepasados aquí mismo donde estamos hoy, por eso pedimos al gobierno y a la justicia federal que no decreten la orden de desahucio/expulsión, pero solicitamos que decreten nuestra muerte colectiva y que nos entierren a todos aquí (…) esta es nuestra petición a los jueces federales (…) dado que hemos decidido, todos, no salir de aquí ni vivos ni muertos” (De Sousa Santos, Boaventura; Sena Martins, Bruno, El pluriverso de los derechos humanos, Ciudad de México: Akal, 2019).
Pues bien, dos son los factores que han provocado esa ausencia de legitimidad de los gobiernos, por lo menos de este lado del mundo, América Latina, a saber: la citada corrupción gubernamental y el poder económico de los grandes capitales mundiales, que, a su modo, se instalan en los diversos países a costa de cualquier destrucción del medio ambiente, del desplazamiento de personas, exterminio de pueblos de origen. Sin embargo, hay una luz que se está visualizando en aquellos países donde ya se están juzgando a sus presidentes, así como a los altos funcionarios de los gobiernos, abriendo procedimientos en su contra. Quizá lo que hace falta es sancionar de la misma forma a las grandes empresas que se benefician de esas acciones, para lo cual los sistemas jurídicos aun están en ciernes. En México, con la reforma constitucional para “combatir la corrupción” del 27 de mayo de 2015, se hizo un intento de sancionar a aquellas empresas; sin embargo, al respecto de la batalla contra ese binomio de corrupción y empresas mundiales falta mucho por hacer. Pero la muestra de que es posible la están dando diversos países. Perú sí pudo y ¿México no puede?