Miércoles, abril 24, 2024

Nuestro doctor Cruz

Hace pocos días murió Antonio Cruz López, víctima de una enfermedad que le duró varios años. Al querido Toño le debemos mucho, muchos. Yo lo tengo en mí, por su amistad, su infinita solidaridad, su buen humor, su honradez y su enorme capacidad profesional. Cruz López fue a trabajar al laboratorio de Microbiología en la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Puebla, hasta su última reserva de fuerza. “Más bien soy malariólogo”, decía cuando de definir especialidad se trataba. Trabajó en aquella memorable cruzada contra el paludismo que se llevó a cabo en México en los años 60 y 70, cuando la nación conservaba cierto aprecio por sí misma. En esa etapa le entró el gusto por los jeeps, vehículo que usaban para entrar a los pantanos a combatir el mosco anófeles (“sin albur”, especificaba). Le reclamé, pero quizá no lo suficiente, que no me hubiera dado plazos para comprarle el último de esos míticos doble tracción que tuvo.

A este gran ser humano me lo presentó otro emérito médico, Ignacio Hermoso, a quien también añoramos. Me dijo: “Ha estudiado la parasitosis en el estado como nadie”. Y sí, una de los primeros encabezados de La Jornada de Oriente lo proporcionó Cruz López: 80 por ciento de los niños poblanos, con parásitos. Para ello había recogido las muestras fecales de más de 40 mil infantes en el estado, despreciando así la economía de recursos que le hubiera proporcionado la Estadística como técnica y como ciencia. Pero así era él, intenso, irrefrenable. Lo buscaban de muchas universidades para pedirle que les diera alguna de las muestras de diversos parásitos que había coleccionado a lo largo de los años. Presumía tener toneles de heces fecales llenos de lombrices nadando en caca que los investigadores gringos ansiaban para sus estudios; ejemplares de faciola hepática recogidos en los arroyos de Atlixco; individuos de tenia solium de longitudes bíblicas. Cuando yo vi aquellos trofeos –y lo hice una sola vez por suerte–, creí estar en una película de horror no imaginada por Hitchcock. Pero él estaba orgulloso de haber conseguido todo aquel universo que para otros era de pesadilla.

Escribió en nuestro periódico desde el primer momento que fue posible y bautizó su columna como Salud; en ella explicaba los procesos parasitarios o criticaba las acciones de los funcionarios del sector. Hicimos juntos una innumerable cantidad de trabajos de campo. Recuerdo ahora el de su colaboración en la primera campaña de alfabetización que la Universidad Autónoma de Puebla en 2001, yendo al Tenexate con un grupo de sus alumnos, quienes atendieron prácticamente a toda la comunidad y ofrecieron tratamientos cuando así se requirió. “Lo que más necesita la gente –decía siempre– es ser escuchada; es la mejor medicina”.

En el Centro Universitario para la Prevención de Desastres Regionales, Cupreder, teníamos una camioneta Suburban doble tracción, de procedencia imprecisa, que rectoría nos transfirió y a la que Julio Glockner Rossainz bautizó como “El Popomóvil”, por ser ese su territorio habitual. Cruz la rebautizaba cuando la usaban en su laboratorio para ir por muestras de las excrecencias que tanto aprecia ese gremio: le decía “El Popó–móvil”. Nos la dejaba imposible…

Cruz López contaba una anécdota que merece formar parte de la memoria colectiva de nuestra ciudad. Por azares del destino, aprendió a hipnotizar gracias a un compañero de estudios que contaba con un tío que lo hacía como espectáculo. Supo el alcance científico y terapéutico del recurso. Aunque no era, sigue no siendo aceptado como método de atención convencional de padecimientos, pero de que se hipnotiza a la gente, se hipnotiza. Él decía que se curaban muy pocas cosas con este procedimiento, el asma entre ellas; Fermín García fue beneficiario de esto. Pero en los años 50 y 60 no estaba aceptado. Él y su amigo eran muy criticados por practicar la hipnosis, y sin embargo había curiosidad por saber si aquello funcionaba. Un día los dos ofrecieron a sus compañeros una demostración en el auditorio de la Escuela de Medicina. De repente se presentó el célebre doctor Julio Glockner y desde la puerta les gritó algo así como “farsantes” o “mentirosos”, y los retó a que lo hipnotizaran a él. Acto seguido, se subió al estrado para encararlos. “Ya la hicimos”, contaba Toño que dijo en ese momento, “mientras más inteligente es una persona, más fácil es hipnotizarla”, y nadie dudaba de la inteligencia de aquel mítico personaje que les había arrojado el guante. “A ver, doctor –dijo que le dijo– dígame algo que usted hubiera sabido muy bien y que ahora no recuerda”. Y el que fuera el primer rector elegido por los estudiantes le respondió: “El calendario azteca”. Muy bien. Le pusieron un pizarrón, le movieron las manos como dicen que se mueven, e hipnotizaron a Glockner Lozada, el padre de nuestro querido compadre el antropólogo. “Dibuje el calendario y su significado”, dijo que le dijo. Y el doctor se tomó el tiempo necesario y lo hizo, para sorpresa del auditorio, como si hubiera estado pactado como espectáculo, yo imagino. Algo así como un tronido de dedos despertó al profesor y quedó impactado por lo que él mismo había hecho. Cruz contaba que Glockner nomás se bajó y se fue, o creo que eso contaba.

Cada malestar que las personas cercanas a él teníamos le representaba una consulta, de gorra por supuesto. Una vez, una reportera cuyo nombre no diré por no tener autorización para ello, logró embarazarse, tal como era su propósito. Pero en una de las pruebas de laboratorio que llevó al obstetra, éste le dijo que debería abortar porque tenía toxoplasmosis y su hijo iba a salir –digo yo– peor que personaje de una película de Fellini. Ella, llorando, y su marido, fueron a contarme su tristeza a la oficina. El único consuelo en el que pensé fue ponerlos al teléfono con el doctor Cruz. Los convocó a su consultorio y le dijo a la futura madre que no debía preocuparse, que lo que revelaba la prueba de laboratorio era que era inmune ya a la temida enfermedad, que ya no la tenía, que el registro era del anticuerpo, no del germen vivo. Ah, y que su obstetra era un ignorante y un irresponsable por haberles dicho eso. La criatura anda por ahí, ya a punto de casarse, creo.

Son miles de estudiantes los que recuerdan a este profesor con agradecimiento, admiración y cariño. Su mejor discípulo fue sin duda Gabriel Ávila Rivera, el que lo vio durante toda su enfermedad, el que lo acompañó, junto con sus seres más queridos, hasta el último aliento.

Toño estuvo acompañado hasta el último aliento por su inseparable compañera de vida, de sus hijos, de su acompañante del hogar y de sus amigos, entre los que conozco a Armando Domínguez y al propio Gabriel Ávila.

Creo yo que Antonio Cruz López es un ejemplo para los estudiantes y aun para los médicos en funciones, en una época en la que la medicina se ha convertido en un negocio más, en una forma de vertiginoso enriquecimiento de doctores sin escrúpulos y propietarios de hospitales que no se satisfacen con nada. La Facultad de Medicina, la Universidad toda, sus amigos, le debemos un homenaje a este hombre excepcional, a este médico que debiera ser un referente obligado de decencia, dedicación, generosidad e inteligencia en tiempos tan oscuros.

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