Viernes, abril 19, 2024

Ninguna batalla, ninguna hazaña del pasado

Antes de conocerlo ya sabía de él. Cuando decidí estudiar en Puebla, mi abuelo escribió diciendo que lo hacía muy feliz saberme en la ciudad en que había muerto el gran poeta sevillano Gutierre de Cetina. Mi padre, en cambio, se sentó frente a mí y dijo “yo he leído a muchos genios, pero solamente conozco a uno en persona: Marcos Winocur”. Así que de alguna manera acabé viniendo a Puebla no tanto para estudiar una carrera sino con la doble misión de leer a Gutierre de Cetina y conocer a Marcos, y pocas veces han cabido en la misma bolsa dos compañeros tan improbables. Ahora me he quedado debiéndole esta historia, que le hubiera hecho gracia, y una vieja edición de Rimbaud, cuya poesía le era mucho más cercana.

Escribir sobre él después de su fallecimiento, sin embargo, no es solamente un deber luctuoso y un reconocimiento de deuda intelectual, ni la simple expresión de dolor por la pérdida de un amigo muy amado. Sobre el hueco y la desolación planea en principio la conciencia de que pocos han meditado y escrito de la muerte tanto como Marcos Winocur. De la muerte de otros, de las muertes en masa y las individuales, de la muerte personal y la muerte de las ideas, de la de Marcos Winocur y la de los incontables personajes que en sus relatos y artículos compartieron con él su nombre y algún detalle biográfico.

Tanto habló Marcos de la muerte que le puso nombre propio incluso, y por las páginas de los últimos años se paseó a menudo, o casi siempre, doña Noojos, a veces terrible y sórdida, a veces con finísimo o elemental sentido del humor. Esto me parece importante recordarlo: tenía mi amigo una inteligencia resplandeciente que solía manifestarse en un humor casi infantil, en juegos de palabras tan simples que podían parecer prescindibles para quien no lo conociera un poco. Conociéndolo, en cambio, había que saber que el que hacía esos chistes se doctoró en Historia en la Sorbona, que fue discípulo de Fernand Braudel y Pierre Vilar y que escribió uno de los textos fundamentales para entender la Revolución Cubana. Que el humor de niño era una herramienta de su inteligencia para no acabar convertida en torre de marfil.

Ese otro Marcos debo recordar hoy también: el del rigor intelectual cuyas palabras escritas o habladas exigían del interlocutor el esfuerzo más denodado, el de las charlas que obligaban a seguir pensando durante días, hasta llegar a la revelación o el agotamiento. Por ejemplo, el que se produce cuando uno trata de saber qué pensaba en realidad de la muerte. Como suele ocurrir con los genios, que tienen una mente no doblegada por la lógica, Marcos era capaz de sostener simultáneamente varias ideas contrarias y hasta contradictorias, y así encontramos en sus textos que opina que la muerte es destino, descanso, vergüenza, vacío, eterno retorno, atrocidad, inmoralidad, amiga, compañera, adversaria, chiste malo…

Como un leit motiv, esos textos incurrían en la frase “y bien”, muletilla de maestro que intenta aclarar las cosas para sus alumnos: “Y bien, Auschwitz, años 40…” “Y bien, para el nuevo criterio, un acto es moral…” “Y bien, reciba Julio el homenaje de estas líneas…” Gesto inútil, quizás, que nos hacía aferrarnos al ejemplo simple y perdernos del razonamiento, o en el razonamiento, que su inteligencia prodigiosa había estado tejiendo.

Y en esa maraña, en cambio, es fácil saber lo que pensaba de vivir. En un texto publicado en internet bajo el título Cortazariana y Borgiana, un personaje que se llama y habla como Marcos Winocur concluye o empieza una discusión afirmando: “Ninguna página escrita, ninguna batalla, ninguna hazaña del pasado iguala la posesión de la vida”. Y a lo mejor es por eso, por saber cómo vivía y luchaba y pensaba, cómo vivió y luchó y pensó seguramente hasta el final, que sus amigos y sus alumnos no podemos evitar este bajón del ánimo, este desconsuelo que él quizás nos hubiera reprochado –y celebrado, y discutido, y consentido, y consolado… creo que ya dije que así son los genios.

Y bien. Termino aquí sabiendo que Marcos merecía un elogio más profundo y más alegre, pero no quería dejar pasar otro día y esto es lo que ha salido. Diría Vallejo: perdonen la tristeza.

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