Jueves, abril 25, 2024

Ni apocalípticos ni integrados

Destacamos

Con gran sorpresa de mi parte, la columna del lunes anterior, de título “¿Es ésta la fiesta que queremos?”, provocó cierta controversia entre los lectores. Un puñado de buenos amigos –colegas y taurinos fundamentalmente– se tomó la molestia de escribir a mi correo para encomiarla, generosa muestra de solidaridad que mucho agradezco. Pero hubo también personas que manifestaron su desacuerdo. Elijo entre otros el mensaje que a mi juicio los representa con mayor claridad, suscrito por Ramiro Ríos S. –en quien adivino a un aficionado joven y entusiasta–, el cual, en la parte medular de su texto, expresa lo siguiente: “no deja de causarme decepción la postura intransigente y cerrada de personas como usted, que prefieren añorar tiempos pasados en lugar de adaptar sus gustos y exigencias a la actualidad… como todo, el toreo tiene que cambiar con el paso del tiempo y hay que aceptarlo como algo lógico… además, el toro siempre será peligroso, y torear es un deporte de alto riesgo”.

Pasando por alto lo de deporte –discernir lo cual pertenece a otra discusión–, el alegato del señor Ríos, que por lo demás mantiene un tono correcto al exponer su punto de vista, me recordó el título de un libro de Umberto Eco, publicado en 1965: Apocalípticos e integrados. Ya era Eco una de las mentes más lúcidas de la sociología contemporánea, y el análisis que hace ahí de la cultura de masas no tiene desperdicio. Para él, los apocalípticos representarían el punto de vista aristocrático, aferrados a ciertos principios inmutables que, como el “buen gusto”, sólo están al alcance unos cuantos, nunca del público masivo. En la margen opuesta, los integrados creen ciegamente que la masa –y quienes la instigan en determinado sentido para, en el fondo, gobernar sus gustos y reacciones– siempre tiene la razón, y el derecho a expresarse abiertamente. La obra del semiólogo italiano, sumamente compleja en conceptos y matices, dice mucho más cosas, que me permitiré dejar por ahora de lado. Pero quedarnos con lo expuesto hasta aquí, explorarlo brevemente, puede ser de utilidad para nuestra discusión.

 

Apocalípticos

 

Subyace a sus juicios una nostálgica sensación de decadencia, contenida en la idea misma de lo masificado: la vulgarización alimenta un germen que carcome lo que toca, y al invadirlo de lleno, anuncia su inevitable extinción. O al menos, la pérdida de su antigua grandeza, devenida falsificación, bastardeo. ¿Podría aplicarse tal criterio a la tauromaquia? Podría, no en balde hablamos de un arte como cualquier otro, por especiales que sean sus características. Y es claro que existen nostálgicos radicales para los cuales el toreo entró en un callejón sin salida. Y lo único que alimenta su extraviada pasión es el recuerdo de tiempos idos y gestas irremediablemente perdidas. Hazañas y faenas sin recuperación posible bajo las condiciones de la actual decadencia y sus nuevos y rebajados patrones de medida.

Apocalíptico es, pues, el crítico o aficionado que, sin más argumento que su nostalgia, condena sin remisión todo el presente. Visto a través del prisma de su intransigencia, la decadencia no encontrará cura ni el arte que cree amar tiene futuro.

 

Integrados

 

Darle al público “lo que pide”, incitarlo a celebrar eso que le damos, puesto que nuestras utilidades económicas dependen de cuán capaces seamos de atraerlo y ponerlo de nuestro lado, éstas serían las premisas básicas de la mentalidad integradora. Por supuesto, la crítica y su diversidad estorban, ponen en riesgo un propósito esencialmente mercantil y refrenan la voluntad de jalearlo todo, que es el objetivo de la arenga optimista de los integrados, que más que nada son integristas, gente afanosa de darles a las masas por su lado para que se dejen seducir por la música del flautista y lo siga en tumulto hasta el fin de la trama.

Evidentemente, hay algo esencialmente tramposo en este planteamiento. Un afán de gobernar los gustos y reacciones de quien sólo busca diversión, indicándole cómo, cuándo y dónde encontrarla. Hay un deliberado escamoteo de lo más propio del arte –su fondo de obra única, de creación irrepetible– para recetar al paciente crédulo y acrítico una medicina adictiva y sin efectos secundarios. Que ya lleva implícito un modo de reaccionar –cándido y pueril a cual más– para el que el receptor conviene esté listo y entrenado. Mas como “los toros no tienen palabra de honor”, y la medicina de los taurinos estuvo mal formulada y peor diseñada, el paciente ni se cura ni es fácil que regrese. El engaño programado, la diversión que no llega, se han vuelto en contra de sus interesados promotores.

 

Signos de decadencia

 

Sus fundamentos estaban detectados de antemano y se sintetizan en el desprecio del reglamento por autoridades y taurinos, y el advenimiento generalizado del post toro de lidia mexicano, dos tópicos en los que por esta vez no insistiré. Mas aunque parezca un contrasentido, son las masas, que al parecer reparan poco en eso, las que, con mayor o menor acierto, emiten la palabra definitiva. A través de su paulatino alejamiento de los cosos, esa palabra cobró forma de letanía, monótona y adormecedora pero real. Y los que quedan, ésos que aún pasan esporádicamente por las taquillas, lo hacen, más que en busca de las sensaciones hondas que produce el verdadero toreo, con ánimo de gozar espectáculos cercanos al pugilato o, mejor, a la lucha libre.

De ahí el entusiasmo frenético que produjo el domingo la actuación de Juan José Padilla, veterano y valeroso diestro que, sabiendo torear, detectó que, para impresionar a sus numerosos adictos, mejor camino que el de parar, templar, mandar y ligar, o preocuparse por estar a la altura del estupendo cardenito bizco de La Soledad, valía más el redituable atajo del desborde mímico y los ademanes peleones, favorecidos por el efecto dramático de una nariz o una boca partidas, cuyo sangrado ni intentó enjugar. En otra época –y por favor, no se confunda esto con una declaración apocalíptica–, lo que fue marcada división de opiniones al recibir el jerezano la oreja de “Pantalonero” —que mereció el arrastre lento a cambio de ninguna tanda mínimamente templada y quieta– habría sido pita generalizada, sin petición de apéndice alguno. Lo que indica que, en la México, mejor funciona hoy la engañifa para impresionar masas acríticas que la expresión artística, íntimamente sentida y taurinamente auténtica.

Desde luego, los integrados alegarán que eso también es toreo y que cada espada tiene derecho a elegir la mejor manera de manifestarse, de la mismo modo que cada espectador la de aplaudir o rechazar según su gusto y criterio particulares. De paso, tacharán de apocalípticos –amargados, aguafiestas, ilusos– a quienes censuren semejantes gustos y conductas. Pero ya veremos hasta qué punto tienen o no razón al impulsar estas ideas.

 

La tercera vía

 

En su obra, Umberto Eco condena por igual a apocalípticos –la intransigencia y el inmovilismo por divisa, según corresponde al pensamiento conservador– y a integrados –cuyo optimismo y agitación tan sospechosos resultan de antemano. El arte de masas es una quimera, una manipulación del gusto sin relación alguna con el arte verdadero, pero éste, para serlo, tampoco puede permanecer inmóvil, es decir, inerte, muerto. Y defender el toreo auténtico no es aceptar dócilmente cualquier falsificación a la mano, sino tomarse el trabajo de inquirir por su historia, cultura y patrimonio, descubrir los valores rectores de esta tradición y, entonces sí, aceptar que los valores funcionales se adapten a la evolución del gusto, del toro y de los tiempos.

Ni apocalípticos ni integrados. Simplemente amantes de una tradición que pertenece a nuestro acervo cultural. De una tauromaquia que, a través de los siglos, y muy marcadamente durante su espléndido siglo XX, ha sido capaz de desarrollar aquí rasgos propios, expresión de una visión del mundo y de la vida inequívocamente mexicanos. En eso sí –y no en el toro bobalicón e inválido que los integristas se empeñan en vendernos como “el mejor del mundo”– tendría que basarse  nuestra defensa –siempre atenta y crítica, nunca pesimista– de la tauromaquia nacional.  Quien así proceda nada tiene de nostálgico ni de pretendidamente purista, la aristocrática postura de los apocalípticos. Es, simplemente, alguien consciente de que, sin unos principios, unos valores y una reglas de ejecución nítidas y universales no hay arte que sobreviva.

Y de que jalearlo todo por sistema, según quieren los integristas, a la larga sólo puede conducirnos, como a los niños de Hamelin el vengativo flautista, al desbarrancadero de las cosas sin sentido. A confundirnos y confundir la tauromaquia con basura, que, como en el ámbito de los desechos materiales, en el de las tradiciones populares es también el depósito final de lo inservible. De lo muerto.

 

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