Jueves, abril 25, 2024

Nacionalicidio / II

“El ciudadano es un

sospechoso, numerado,

como en Auschwitz,

donde cada deportado

tenía su número. Y lo más grave:

después de Auschwitz, el presente”.

Giorgio Agamben

 

Parte del cambio actual, como se ha indicado previamente, se debe a la demolición de la izquierda con la caída del muro de Berlín; la conformación de un sólo pensamiento —el de derecha– en los países occidentales ha generado este fenómeno del “nacionalicidio”, es decir, la muerte del pensamiento de lo propio, de lo patriótico, de lo nacional, de lo que es de nuestro país, de nuestra gente y de nuestras costumbres, provocando la homogenización para un ciudadano mundial donde no existan diferencias entre un mexicano y un uruguayo o, lo que es más aún, entre un español y un coreano. Para ello, la batalla es contra los nacionalismos, que fue uno de los elementos más importantes para la conformación de los Estados actuales: “El plan nacionalista para asimilar la variedad de formas de vida tradicionales y disolverlas en un único modelo nacional… El Estado moderno necesitó del fanatismo nacionalista como principal legitimación de su soberanía, así el nacionalismo precisa un Estado fuerte para cumplir su objetivo de unificación” (Bauman, Zigmunt “Comunidad”, Siglo XXI, Madrid, 2009).

Ese fanatismo nacionalista estaba conformado por una serie de costumbres, usos y formas de vida más o menos homogéneas entre la población, y a partir de hace unos treinta años –la década de los 80 del siglo XX– se ha tratado a toda costa de abolirlas, desde las costumbres y tradiciones de la sociedad hasta el propio Estado, su organización y sus instituciones, como lo sostiene Eduardo Galeano: “Y ahora el Estado está vendiendo las empresas públicas nacionales a cambio de nada, o peor que nada, porque el que vende, paga” (Galeano, Eduardo, Ser como ellos, Siglo XXI, México, 2009). De esta forma, estamos ante la sensación de que todo lo nacional no sirve, es anticuado; en una palabra: obsoleto, y uno de los primeros pasos es golpear las costumbres de los pueblos para lograr su evaporación y, con ello, tener un mejor control sobre todos ellos, al estilo de los campos de concentración.

Así, tenemos que para unificar las costumbres de todos los ciudadanos de los países occidentales se requiere abatir las costumbres desde cualquier ámbito; en México es palpable: Se han cambiado muchos hábitos y usos, se cambió el consumo del pulque por la cerveza alemana –lo que ha ocasionado graves problemas de salud y de complexión de los mexicanos–, no se diga de la alimentación en general, donde los nachos sustituyeron a las garnachas, las hamburguesas y el sándwich a los tacos y tortas, la comida corrida desapareció por la comida rápida; en la música, se abolió la popular por el pop o el rock, incluso en español –cuyo origen en la región de América Latina se debe a la Guerra de las Malvinas de Argentina contra Gran Bretaña–; en la vestimenta, se acabaron el algodón y la manta por el poliéster y demás fibras sintéticas; acudir al mercado es cosa del pasado: con los supermercados, las tiendas de conveniencia y los centros comerciales se acabaron las misceláneas, las tintorerías y las droguerías locales, que en principio no pueden competir en precios con las grandes compañías de supermercados, y a eso hay que añadir que comúnmente tienen el mismo tratamiento fiscal que esas grandes corporaciones; en resumen: imposible su supervivencia.

El nacionalismo también tenía que ver con la unidad en los sentimientos patrios; para ello, se configuró la denominada “historia monumental”, es decir, resaltar a los héroes, batallas y luchas sociales para crear una identidad única, desde los Hidalgo, hasta los Cárdenas de la época posrevolucionaria (Soberanes Fernández, José Luís, Los principios generales del derecho en México, Miguel Ángel Porrúa, México, 2003), aunque que se ha ido diluyendo desde las aulas de la educación oficial –recuérdese la ausencia de mención en los libros de texto de historia de los Niños Héroes de Chapultepec, en plena época de negociación del Tratado de Libre Comercio con Canadá y Estados Unidos–. Por ello, actualmente las avenidas, parques y obras del Estado se denominan Avenida Nacional, Parque Central, Municipio Libre, entre otros nombres, con el afán de ir derritiendo la historia propia, reduciéndose el sentimiento nacionalista únicamente a los mediáticos juegos olímpicos y los mundiales de futbol. A esto hay que añadir que en los países de la región lo único que podemos ofrecer al mundo son las zonas turísticas, la mano de obra barata y los recursos naturales; somos carentes de ciencia, tecnología y empresas emblemáticas, todo ello es inalcanzable para nuestra población y universidades, por ello se importa –como alguna vez fue Mexicana de Aviación, compañía insignia de calidad que en plena opacidad gubernamental fue entregada a manos inexpertas de la materia y que evidentemente quebró–.

Otra de las tareas actuales que permiten esta perdida de la identidad nacional es la generación de los problemas artificiales para olvidar las verdaderas dificultades nacionales, como lo sentencia Richard Rorty: “La meta será distraer a los proletariados con otras cosas y mantener a 65 por ciento inferior de estadounidenses y a 95 por ciento inferior de la población mundial ocupados con hostilidades étnicas y religiosas… los superricos no tendrán nada que temer” (Rorty, Richard, Forjar nuestro país: el pensamiento de izquierda en los Estados Unidos del siglo XX, Paidós, Madrid). Todos estos son aditamentos que se vuelven agravantes de este delito que se ha cometido: “Nacionalicidio”.

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