Los desobedientes marchan despacio,
decididos,
por las calles del mundo.
Van al choque
contra el hambre del dinero,
a trozar
las cerraduras, los cristales
ensordecedores de las figuras
de las voces y los aromas.
Marchan a la hermosura de las tácticas
de pueblos en racimo,
se desprenden
en comandos maduros,
limpios,
vestidos de domingo
con el overol del combate
cotidiano, con el sexo, tierno, resguardado,
ambiguo, tras un sábado de abrazos.
Rompen, audaces, el cerco, vuelan
alegres, con la cabeza bien puesta
y con el cuello flexible de los pájaros
evaden
los toletes,
los escudos, las balas
de goma y de sangre.
Cruzan las líneas
del miedo, asustan al terror
del Estado.
Sonríen de vuelta al grupo,
estrechan sus manos de pueblo, el único
al que obedecen.