Eran las 7 de la mañana. Estacioné mi auto sobre la 11 Poniente esquina con la 11 Sur en espera de una amiga que llegaría en metrobús. Era sábado e iríamos a comprar esferas a Chignahuapan y, entre más temprano saliéramos, regresaríamos a Puebla antes de oscurecerse. Le llamé a mi amiga y me dijo que venía con retraso por lo que decidí bajar del coche.
Recargada en el vehículo, me entretuvo ver pasar a la gente que caminaba sobre la 11 Sur; la mayoría iba de prisa. Hombres y mujeres de todas las edades, adultos, adultos mayores, jóvenes y niños de la mano de su madre o en brazos, tomaban diferentes direcciones para abordar el transporte público o bien, al descender de éste, caminar a pasos agigantados para llegar a tiempo a su destino.
Volteé mi rosto en sentido de la 11 Poniente; vi venir, presurosa, a una muchacha joven y bonita de cabello largo y mojado; pantalón, blusa y abrigo negro con zapatillas de tacón y bolso combinados. En la esquina de la 11 y la 11 viró en sentido sur siguiendo su paso. Detrás de ella, sobre la misma 11 Poniente, venía un señor mayor con pantalón de mezclilla, zapatos tenis, camisa deslavada y chamarra roída, cargando sobre el hombro izquierdo un costal amarrado con herramientas de albañilería que sobresalían.
El hombre que venía en la misma dirección que la joven me dio la impresión que si ella apretaba el paso, él la imitaba. Parecía que la seguía. Puse atención y sí, efectivamente, el viejo perseguía a la muchacha con mirada de lince y cada vez se acercaba más a su presa, hasta que ésta giró en la esquina.
El señor vio que yo lo veía desde atrás. Por momentos nuestras miradas se cruzaban y veía que yo viraba mi rostro para ver a la muchacha caminar a paso veloz y verlo a él hacer más veloz su paso. Mi cabeza giraba de la joven a él; de él a la joven. Traté de solo seguir el ritmo de los sucesos e intenté mantenerme alerta con rostro impávido.
En el momento que la chica dio vuelta en la esquina, el hombre miró que yo lo miraba con mayor atención; mis ojos lo perseguían tanto o más que su caminar a la muchacha. El señor giró encarrerado hacia donde la muchacha se había ido. Ella casi corría, por sus propios tiempos y motivos, sin saber quién venía detrás con toda la intención de darle un “llegue”, con vulgar piropo o encajar su mano en el cuerpo de su presa. El viejo, de reojo, al dar la vuelta, vio que yo lo veía con más interés, que lo seguía con penetrante mirada al traslucirse sus intenciones: Él con mirada de lince; yo con mirada de Linceo, ser mitológico capaz de ver a través de los objetos.
Tomé aliento para gritarle a todo pulmón: “¡Hey, hey, hey!” sin importar hora ni lugar. Pero el hombre se detuvo. No consumó su acoso. La muchacha siguió su camino sin inmutarse. El señor dio media vuelta y caminó en sentido contrario. Cuando pasó a mi lado, sin mirarme, dijo, no sé si para mí, para él mismo o para ambos: “Sí, ya sé que soy un perro”.