Según el Diccionario de la Real Academia Española, la palabra interrogatorio proviene del latín interrogatorĭus, refiriéndose a una serie de preguntas; el documento que las contiene o al acto de dirigirlas hacia alguien que las ha de responder. En Medicina, involucra a un elemento denominado anamnesis, palabra derivada también del griego anámnesis que significa literalmente “traer a la memoria”.
Ambos términos son comúnmente considerados como sinónimos; sin embargo, en lo personal, considero que deben ser separados, ya que en la entrevista médica, el abordaje de aspectos pasados (la anamnesis propiamente dicha), debe estar acompañada necesariamente de cuestiones presentes e incluso aspectos del futuro, considerando planteamientos que pueda tener un enfermo como ideas o sospechas. Pero, sin duda, el interrogatorio representa el primer acto médico que debe llevar al diagnóstico. Su valor es incalculable pues implica el contacto primigenio que se establece entre el verdadero protagonista de la patología que es el enfermo y el médico quien, como un espectador, debe tener la habilidad de conjuntar cuatro cualidades: poseer un alto grado de paciencia; ser agudo en las observaciones; perspicaz en las acciones y sobre todo, generar confianza en el que sufre.
No es difícil imaginar que la historia de la medicina y su evolución siempre estuvieron marcadas por las preguntas que los médicos, a lo largo de todas las épocas, les han hecho a los pacientes. Los clínicos griegos, en particular de la escuela clásica de Cos, cuyo exponente máximo fue precisamente Hipócrates, alcanzaron un alto desarrollo en el arte de interrogar a los enfermos; sin embargo, en la alta Edad Media, por la profunda influencia de Galeno y su escuela, se provocó un verdadero estancamiento e incluso, un retroceso en el arte de inquirir al enfermo, ya que el paciente dejó de ser el protagonista de la enfermedad para ceder el paso al médico quien, cobijado en la acumulación de conocimientos, impuso su pensamiento en una forma casi imperativa.
Sin embargo, el siglo XIX también denominado “el siglo de la clínica” llegó a representar el punto de partida para una nueva visión orientada al diagnóstico a través de un detallado interrogatorio y una exploración física escrupulosa. Ya para finales de ése siglo, se agregaron algunos estudios, formando una tríada para diagnosticar la enfermedad: Interrogatorio, exploración física y exámenes complementarios.
Pero después de la Segunda Guerra Mundial con el auge en la tecnología que gradualmente ha alcanzado una verdadera revolución, ha generado que los médicos actuales den una prioridad a los estudios de laboratorio y de gabinete, demeritando la exploración física y sobre todo, el interrogatorio. Este fenómeno se ha agravado por la terrible circunstancia de estar sujeto a una presión de tiempo para brindar atención a un creciente número de enfermos, sobre todo a nivel institucional. Ya no hay tiempo para poder, con toda calma, hacer preguntas ni permitir que un individuo enfermo se explaye, mientras describe lo que siente. Se ha perdido ese coloquio singular. Se ha extraviado ésa confidencia que le cede el paso a una verdadera confesión, entre dos individuos, uno necesitado de apoyo y el otro obligado por vocación a servir.
Ya no se toma una actitud benévola de un médico para escuchar con atención, tacto, discreción y esmero a un paciente. Y se llega a considerar a los enfermos como números o estadísticas eliminando el sentido humano del ser.
Vale la pena considerar que el interrogatorio en medicina, constituye definitivamente la base fundamental e insustituible del diagnóstico clínico y por ende, del tratamiento más efectivo. Es forzoso que en la actualidad, formemos médicos que, como antaño, se manifestaron siempre como interrogadores extraordinarios. Es pues válido, el aforismo de Korner: Un buen interrogatorio, representa en sí, la mitad del diagnóstico.