Palenque con dirección a Ocosingo…
El trayecto no duraría más de dos horas y media, pero la deteriorada carretera llena de curvas y ese clima caliente, hacían que el camino pareciera eterno. No podía pensar más que en llegar a mi destino para tomar una ducha de agua fría, no pensaba en nada más hasta que de entre las rocas y las plantas, surgió una figura de apenas un metro de estatura que estremeció el tránsito y mi pensamiento.
Una cuerda se levantó atravesando la carretera. El automóvil tuvo que detenerse. La pequeña figura se paró justo enfrente; su mano sostenía una piedra, tenía los dedos emblanquecidos por la fuerza con que la apretaba. No pedía una moneda, la exigía. En sus ojos no había miedo, o al menos así lo parecía. Tenía apenas unos cinco años y ya entendía que la única manera de obtener lo que quería era por la fuerza: “Dame una moneda”, dijo al conductor, mientras otros niños aprovechaban la circunstancia para rodear el vehículo; solo él tenía una piedra en la mano. “Dame una moneda”, repitió. Nos miró fijamente mientras se aferraba al espejo lateral del conductor.
Cuando miré a mí alrededor, me percaté de que ya eran unos seis niños los que se acercaban para pedir limosna y ofrecernos bolsas con fruta. Todos pedían, casi rogaban, excepto la criatura de ojos aceitunados y piel morena que seguía insistente del lado de la ventanilla izquierda.
El conductor comenzó a avanzar muy lentamente y el niño alzó la mano. Por un momento pensé que lanzaría un golpe… no, no lo hizo. Avanzamos. La escena ya se tornaba lejana. Miré por el espejo retrovisor. Los niños se escondían nuevamente entre las plantas preparando la cuerda y la estrategia, mientras que el pequeño, en medio de la carretera, soltaba la piedra en el camino y volvía a su guarida con los pies descalzos y las manos vacías.
Ya no pensaba en llegar a mi destino para tomar una ducha. Faltaba una hora para llegar a Ocosingo, una hora en que miré detenidamente el trayecto para intentar descifrar aquellos ojitos aceitunados que tanto me habían impresionado. En el camino vi familias trabajando la tierra, Escuelas Zapatistas, selva, soldados recorriendo los caminos, vi pobreza… entonces, entendí a aquella criatura que a sus tiernos cinco años vivía la coerción como un medio para luchar y subsistir. Me bastaron sesenta minutos para ver la Chiapas que no aparece en las guías de turismo ni en los informes de gobierno; una hora para entender a través de la mirada de un niño el sentir del indígena olvidado en medio del camino, ese que guarda la rebeldía en el corazón y tira la piedra para levantarla en otro momento.
Mónica Rojas//Escritora//@MRojasEscritora//www.monicarojasescritora.com