El 21 de noviembre de 1877 el inventor Thomas Alva Edison (1847–1931) hizo un anuncio revolucionario, en el sentido de que había logrado reproducir un sonido grabado, por medio de un aparato al que llamó “fonógrafo”, palabra que proviene del griego y que significa “sonido escrito”.
Pero esta no era realmente la primera grabación que se había logrado en la historia. Un vendedor de libros e impresor francés llamado Édouard–Léon Scott de Martinville (1817–1879) inventó el fonoautógrafo, que se considera el primer aparato grabador de sonido, adelantándose a Edison 17 años, es decir en 1860. Como sucede en muchos casos, este invento no alcanzó popularidad; su inventor murió literalmente en el anonimato y aunque no era posible reproducir lo que se había grabado, el hecho de que se pudiese visualizar en un papel ahumado el comportamiento del sonido fue un avance extraordinario en materia de almacenaje sónico.
Pero lo que realmente podemos considerar como admirable es la posibilidad de escuchar lo grabado, condición que se alcanzó con el “megáfono”, también patentado por Edison, que utilizaba cilindros de cartón recubiertos con estaño, para finalizar con los cilindros de cera macizos, que en surcos en los que se trazaban profundamente las ondas sonoras, podían luego reproducirse utilizando agujas especiales.
Posteriormente el inventor alemán Emil Berliner (1851–1929) mejoró el dispositivo para grabar y escuchar con el gramófono, cambiando los cilindros por discos y la forma de grabar horizontalmente, a diferencia del aparato de Edison que lo hacía vertical.
La evolución de las grabaciones ha sido verdaderamente espectacular, y quienes nacimos más o menos a mediados del siglo pasado no hemos perdido nuestra capacidad de asombro ante lo que cotidianamente se nos va presentando. Los hermosos discos de acetato, las enormes cintas magnetofónicas, los cartuchos de ocho pistas, los “cassette,” dando un salto impresionante con la era digital y los nuevos formatos para almacenar sonidos.
Quienes tenemos el vicio de escuchar música en la actualidad poseemos una infinita capacidad de obtener materiales sonoros sorprendentes y el intercambio entre melómanos o fanáticos de la música no solamente se puede hacer personalmente, sino también a través de la internet. Entramos entonces en un nuevo terreno al que puedo denominar “versionitis”, es decir, la búsqueda de la mejor versión en una obra musical, ya sea por intérprete o incluso por una casa grabadora, lo que incrementa casi en una forma exponencial las posibilidades de acceso a placeres estéticos auditivos, sin precedentes.
Hace poco tiempo una persona que conoce muy bien mi desenfrenado gusto por la música me preguntaba por la mejor versión de la Novena Sinfonía en re menor, Op 125 “Coral”, de Ludwig van Beethoven (1770–1827) y justamente cuando iba a decir que buscara la del director Wilhem Furtwängler, con el Coro del Festival de Lucerna, dirigiendo a la Philhamornia Orchestra, el 22 de agosto de 1954, con Elisabeth Schwarzkopf, soprano; Elsa Cavelti, contralto; Ernst Häfliger, tenor y Otto Edelmann, bajo; pensé en Karajan, Abbado, Maazel, Mehta, Rattle, Muti, Baremboim, Kleiber, Celibidache y tantos otros, que solamente acerté a decirle: la mejor versión es la que sea del mayor agrado personal, independientemente de quién la ejecute, ya sea con un aparato de audio de última generación o incluso con un fonógrafo.