Miércoles, abril 24, 2024

El amor en Mumbai, ¿es más?

El cine con más, ¿es más? No existe para esta pregunta una respuesta acabada o definitiva, que se incline hacia un “sí” o un “no” químicamente puro. Depende en mucho de esta otra: ¿más qué? Si es más talento, más detalle, más pasión, más verdad, indudablemente sí; ese cine es mucho más. Si hablamos de más dinero, más truculencia, más escapismo o manipulación, me parece entonces que no; ese cine suele ser menos. Ni siquiera creo que necesariamente tenga que ver con más arte o más espectáculo o más originalidad. Porque aparentemente, ese “más” requerido por el cine para ser mejor, apunta en cambio a la honestidad y al deseo de ser significativo; a que su autor respete sus convicciones, pero también la libertad e inteligencia del público. En fin, apunta a todo eso “más” que esencialmente vale la pena y que suele ser cualitativo más que de presupuestos, estrellas o magnitudes. Eso sí, cine “más” o cine “menos”, desde hace 118 años se las arregla para que reflexionemos sobre él, cual sucede en este momento.

Hablando de lo mismo, intentaré ilustrar con un ejemplo. En la cartelera vigente, está claro que películas como Capitán América y el soldado del invierno, o Divergente, o El sorprendente Hombre–Araña 2 son las que desbordan recursos, con presupuestos promedio de 150 millones de dólares y estrellas como Scarlett Johansson, Robert Redford, Emma Stone, Jamie Foxx, Kate Winslet y Ashley Judd, apadrinando a otros como Chris Evans, Shailene Woodley y Andrew Garfield, que pronto serán estrellas también, porque su brillo ya está diseñado y va posicionándose. ¿Cómo podría competir entonces, contra esos títulos y sus cifras, una cinta hindú –Amor a la carta (The lunchbox)– sin nombres internacionales ni el poder de una franquicia, y con presupuesto de apenas 1 millón de dólares? Amor a la carta, ópera prima de Ritesh Batra, transcurre en Mumbai y tiene dos protagonistas: Saajan (Irrfan Khan), un oficinista viudo a punto de jubilarse, e Ila (Nimrat Kaur), una joven ama de casa que atraviesa por problemas en su matrimonio. A partir de un error del servicio de envío de almuerzos, ambos entran en contacto a través de notas escritas, cuyo ida y vuelta se da en las vasijas de la comida. Así quedan conectados dos desconocidos, hombre y mujer, de generaciones distintas, con encrucijadas diferentes, que se consuelan y aconsejan a la distancia, desde su anonimato, en una mega–urbe enloquecedora y despersonalizada. Los ámbitos de la película son el hogar de Ila y la oficina de Saajan; por igual, los trenes, autobuses y taxis que –por separado– los transportan a donde cada uno debe ir. Les rodea una fauna tan rutinaria como perenne: a Ila, principalmente una tía imprescindible a la que nunca vemos; y a Saajan, sólo el joven que será su reemplazo y por quien inicialmente siente poca simpatía. Todo lo demás es relativamente accesorio, excepto el diario y esperado intercambio epistolar, cuyo vaivén encierra el promisorio alborozo de una vida nueva, con sentido, verdadera.

Amor a la carta no ofrece sino eso, sin famosos, ni persecuciones, ni muertes, ni efectos. Sólo una historia simple, entre dos seres (a su modo) marginales: él por la edad y la soledad; ella, por una soledad distinta: la provocada por un marido que la ha abandonado sin irse. En la pantalla no aparecen ni las fórmulas dramáticas, ni los giros argumentales cada 25–30 minutos, ni ese nuevo e inesperado personaje que llega a trastocar el statu quo, ni el final feliz que debe serlo por mera definición. Tan sólo la simple y enternecedora historia de dos que se buscan porque se necesitan; sin verse e incluso truncos en su intento de acercarse. ¿En serio sólo eso? ¿Sin emociones–montaña–rusa ni clímax espectacular al filo de la butaca? Sí; sólo eso, por fortuna. Justo lo que en verdad (y en esencia) hace “más” a una película y al cinéfilo al que conmueve.

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