Jueves, abril 25, 2024

Dorra y los toros; El Zapata conquista Zacatecas

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La torpe humanidad aún no acaba de autoinmolarse gracias a individuos como Raúl Dorra. Gran poeta, sí –en la acepción de Walt Whitman–, pero también gran literato y gran filólogo y gran lingüista y gran maestro y gran conversador, Raúl fue, por encima de todo, un espíritu de generosidad ilimitada. Renacentista puro en pleno siglo XXI, este argentino ejemplar vino a interesarse por los toros yo diría que espontáneamente, aunque quizá solo fuera por deferencia de amigo –como amigo fue incomparable. Y puesto ya sobre el tema, me ofreció, en un rasgo que nunca terminaré de agradecerle a la vida, un prólogo epistolar para mi libro Ofensa y defensa de la tauromaquia, editado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, cuando ya la salud de Raúl la sostenía exclusivamente su tremenda vitalidad creativa, con el talento como fuerza genésica, la cultura (su amplísima cultura) como arsenal, el humor como bastión y la amistad como oasis.

Reproduzco, para solaz del lector, el prólogo mencionado:

 

Prólogo (espistolar). “Como bien sabes, querido Horacio, de las dos grandes aficiones que tú tienes –el futbol y los toros– yo, por desgracia, solo te acompaño en la primera; aunque si hubiera podido elegir, seguramente habría preferido que desde niño me iniciaran más bien en la otra. Pero en Argentina, donde yo nací y crecí, no había toros de lidia. Así, mi admiración por el toreo (su belleza, su precisión y sobre todo su simbolismo esencial) es producto de mis reflexiones y afinidades literarias, y si se quiere también antropológicas.

La estética del toreo (el traje y los movimientos del torero, ese complejo baile que lo liga con el toro, el colorido –de una proliferación casi insoportable–, la impresión de que todo está cubierto de galas sin resquicios, salvo el toro que sale desnudo mostrando su fuerza y belleza primordial) me retrotrae a la estética del barroco, a sus incesantes figuras literarias; pero su simbólica conduce fuera ya del tiempo histórico, a un estadio elemental en el que el hombre, para serlo, debió sacrificar, domesticar, la fuerza de la naturaleza.

No se me escapa que lo que acabo de decir es una idealización, pues las corridas reales –y esto lo has señalado tú siempre, también en tu libro–, como por otra parte ocurre con el futbol, seguramente están programadas de acuerdo a los intereses, no siempre generosos, de sus empresarios. Incluso muchas veces pueden ser un fiasco o una mera estafa. Pero la pasión colectiva –que por definición es un exceso, un desborde– sigue el llamado de la profundidad del ser. Allí donde el sacrificio es un elemento primordial.    

Mentiría si te digo que he seguido la polémica entre taurinos y antitaurinos, apenas la conozco de oídas. Pero me asombra el escándalo en torno al sacrificio cuando nuestra cultura, como toda cultura, está fundada sobre el sacrificio. Seamos o no creyentes, nuestra cultura es la cristiana y ella se asienta sobre el sacrificio del Hijo, sacrificio que se renueva en cada misa donde se come y se bebe –es verdad consagrada para el creyente– la carne y la sangre del Cristo. ¿O habrá que prohibir también las ceremonias religiosas? Sería interesante pensar en la posibilidad real de una cultura totalmente laica, pero esa posibilidad –en la que pensó por ejemplo Bertrand Russell– está aún lejos de nosotros.

Se me ocurre, Horacio, que esa polémica es, como señala también Antonio Caballero en ese artículo verdaderamente antológico que nos compartes en este libro, producto de un desconocimiento que va de lo más superficial a lo más hondo. Por lo que sé, en el ruedo no se mata por matar, no se mata por deporte o diversión. Se va en pos de la muerte para hacerla el momento de un estremecimiento central. Es una muerte profundamente erótica, de un erotismo espectacular. El sacrificio ceremonial, en todas las culturas, siempre ha sido un espectáculo, una mostración de lo misterioso en la que se reúnen lo erótico con lo tanático. Se trata de una muerte por representación. El que se sacrifica, el que es sacrificado, está ahí en lugar de un otro, de un colectivo cuya vida se quiere preservar. Una muerte que también es una redención.

Solo que en el caso del toreo hay algo que me llama la atención porque, hasta donde sé, me parece un rasgo peculiar, solo en él presente: la distancia entre el sacrificador y el sacrificado se acorta y aun se adelgaza al punto de que los roles pueden invertirse. El torero nunca está seguro de que matará al toro. Yo he leído relatos literarios que enfatizan el miedo del torero. El torero puede ser herido o puede morir en el ruedo, y éste es un detalle no menor que alimenta la tensión del espectáculo y que, al menos para mí, conduce a un punto oscuro. ¿Por qué se ha abolido la garantía de supervivencia del sacrificador, de ése que, en principio, está ahí para sacrificar y no para ser sacrificado? ¿Por qué se ha operado este desplazamiento? El toreo, digo yo, nos podría plantear esa enorme, esa radical pregunta.

Por otra parte, ignorante como soy de estas cosas, a menudo me ha llamado la atención que cuando se habla de ese evento cultural al que nunca se sabe si encasillarlo en el género de los deportes o el de los espectáculos, se habla de “los toros”, “el toreo”, “la fiesta brava”, siempre acordándole el protagonismo esencial al toro, no al torero; ni siquiera repartiéndolo entre ambos. En un muy conocido romance de García Lorca se lee que “Antonio Torres Heredia / hijo y nieto de Camborios / con una vara de mimbre / va a Sevilla a ver los toros”. ¿Por qué –me pregunto yo– un gitano “delgado y garboso” se siente más atraído por el toro que por el torero? Los toreros tienen nombre y apellido, los toros un apodo efímero. Y sin embargo son los toros, es el toro con su fuerza tremenda y su tremenda belleza, es el toro con su turbulenta pasión, un toro que llega desde una remota antigüedad representado en la piedra o en el hierro, el que conmueve y se lleva la fiesta. Se diría que el torero es lo que pasa y el toro lo que permanece. Y permanece –paradójica o quizá necesariamente– porque está puesto en el lugar del perdedor. Es claro que la historia de la tauromaquia ha de recoger la trayectoria de los grandes toreros pero difícilmente un torero victorioso producirá un poema de las calidades del Llanto por Ignacio Sánchez Mejía. El torero victorioso puede ser llevado en andas. Pero el torero cogido por el toro alcanza otra dimensión, muestra que el lado trágico que siempre acompaña a la fiesta envuelve a uno y otro.

El toro arremete, apura el momento de la tragedia. El toro es lo masculino, el poseedor de la fuerza genésica, que sale enceguecido a la arena y al sol. Sería recomendable volver sobre el soneto de Miguel Hernández (de El rayo que no cesa) que comienza así: “Como el toro he nacido para el luto  / y el dolor, como el toro estoy marcado/ por un hierro infernal en el costado / y por varón en la ingle con un fruto”. Un animal noble y puro que crece “en el castigo”.

El hombre frente al toro, el hombre frente a la fuerza, la belleza y aun la pasión de la naturaleza que quiere permanecer. El torero sale a matar pero teme, teme equivocarse, pone en riesgo su vida. ¿Algo en ese temor del torero no nos hará preguntarnos si en el comienzo de los comienzos hubo quizá un equívoco, si el hombre no será un ser equivocado? Todo lo pienso, claro, desde mi escritorio, porque desgraciadamente yo no soy un aficionado a la fiesta brava. Pero mucho hay que aprender de ella.

Y ya termino, esto se hizo largo y perdóname, Horacio, tanta lata, pero un día tú y yo empezamos a hablar de estas cosas. Lo que quiero decir es que, justamente porque no soy aficionado, estoy convencido, tanto como tú, de que sería triste que nuestra cultura, ya bastante entristecida, se quede sin los toros.”

Puebla, febrero de 2017

 

El Zapata hace historia. Casi al tiempo de enterarme, con dolor infinito, del fallecimiento de Raúl Dorra, estaba asistiendo, en Zacatecas, a uno de los momentos culminantes de mi ya largo recorrido de aficionado. En la hermosa plaza Monumental de esa hermosísima ciudad, un torero de Tlaxcala, Uriel Moreno “El Zapata”, dibujaba en el aire que desplazaba “Brujito”, de Pozo Hondo, la secuencia de un par de banderillas auténticamente imborrable, mezcla de su ya conocido y muy arriesgado par monumental con el giro del imposible que le dio tal sobrenombre al poblano Antonio Campos, y el clavar de espaldas, en la mismísima cruz, a la manera del par de Calafia que patentó El Pana, seguramente sin conseguir nunca la precisión y ajuste que alcanzó El Zapata en el coso zacatecano. Instante estelar, tan sorprendente como sorpresivo, porque “Brujito” –negro, con edad y pitones, algo bizco del derecho–, dio en probar y pegar arreones desde su salida, por lo que El Zapata, tras dos pares en lo alto de perfecta ejecución, para ese tercero optó por citar cerrado en tablas y a favor de la querencia del toril. Pero el de Pozo Hondo, algo abierto hacia el tercio, se catapultó de tal manera hacia los adentros que, obligadamente, el lance iba a alcanzar un ceñimiento y una intensidad escalofriantes.

Hacía muchos años que no escuchaba en una plaza ese rugido estentóreo que saludó la hazaña de Uriel Moreno, con sombreros revoloteando por la arena y absolutamente todos los presentes puestos de pie y gesticulando de asombro, mientras obligaban a Uriel a dar una insólita vuelta al ruedo por ese par tan inconcebible como irrepetible, porque lances de exactitud y belleza semejantes son imposibles de preparar en el laboratorio del campo bravo y acaso solo puedan imaginarse en el más atrevido de los sueños.

 

Contexto y brindis. Ocurrió el pasado domingo 15 de septiembre en la Monumental de Zacatecas. Era la tercera corrida de la feria anual y la arrolladora tarde de El Zapata se saldó con corte de tres orejas: la del abreplaza “Canela Fina” –un sardo paliabierto de Valparaíso–y las dos de “Brujito”, tras una faena fuera de toda rutina, pareja en entrega, imaginación e inteligencia, y rematada de soberbio volapié. Un apéndice le cortó al cuarto Edgar Badillo, El Chihuahua dio vuelta en su primero y Jorge Delijorge se arrimó sin fruto al lote más insulso de una corrida de Valparaíso baja de casta.

El emotivo brindis de Uriel a este cronista, dedicándome la muerte de “Brujito”, merece un agradecimiento personal muy específico y un espacio que por ahora me reservo.

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