Don Modesto vive solo y encerrado. Tiene familia pero “en el gabacho”, como dice él. Pasó su tercera edad y va por la cuarta. Está ciego y su casa está en ruinas. Se ubica en San Juan Epatlán, Puebla, donde el sismo dejó graves estragos y la gente del pueblo no tiene ni pizca de solidaria.
Su hogar ahora es escombros: desde su cocina se ven los claros del cielo por los hoyos que dejaron los derrumbes de techo y muros, albor que no puede ni en penumbras ver; los trastes viejos en el piso estorban su paso; por doquier cristales de vasos y platos rotos amenazan las plantas de sus pies cuando camina descalzo. Pero lleva zapatos, viejos; viste pantalón y camisa, raídos por el uso, las lavadas y el sol; paredes desgajadas, techos incompletos, pedazos de muros y techo en el suelo y lo que resta de la casa está a punto de colapsarse.
Vive a obscuras y camina entre escombros. Al fondo de la vivienda, donde el techo se convierte en palapa se deja ver una mesita de madera a punto de caerse, con escasas verduras marchitas que en algún momento él se cocinará. En la entrada, tirada y llena de polvo se ve una grabadora vieja y un sinfín de inservibles trebejos sin orden ni acomodo.
Su casa es un universo infinito: Con ingenio ideó un sistema desde la entrada que lo guía por cocina, baño, cama, palapa y patio. En una aparente maraña de alambres interminables, dispuestos a la altura de su cabeza, pendidos de clavos y palitos dentro de la casa y amarrados en ramas de plantas y árboles en patio, éstos parten unidireccionalmente hacia las diferentes locaciones: Si desea ir a la cocina, toma el alambre que lo lleva y, si quiere ir a su cuarto, regresa a la entrada y toma el alambre del cuarto, y así abarca su pequeña casa que a ciegas se hace inmensa.
Don Modesto se sentó en su única y preferida silla vieja a la sombra de un árbol y contó la historia de su vida. Se quedó atrás: sus hijos están del otro lado. Le mandan dinero y de eso se mantiene. Nadie ha venido a ayudarle a arrimar y sacar escombros para que no tropiece en su paso y mucho menos le han dicho en qué condiciones está su casa.
La diabetes lo dejó ciego. Su esposa murió hace unos años. Es un hombre alegre y no le hace mella que sus familiares lejanos, vecinos y demás habitantes del pueblo no lo auxilien. Tampoco le hacen hueco la soledad y la enfermedad. Recuerda lo que vio cuando veía el mundo al que se aferra con alegría y sonrisas ante sus escasos visitantes y explica el ingenioso sistema de alambres con un simple: “Así no me caigo”.