Viernes, abril 19, 2024

Decadencia y consenso

En 1985 Octavio Paz escribió un artículo que se llamó “Hora cumplida” y en él recordaba que la disyuntiva entre el régimen de caudillos revolucionarios y el establecimiento de la democracia se resolvió mediante un Compromiso Histórico: la creación del Partido de Estado y la institucionalización del caudillo de caudillos encarnado en el presidente de la República.

En ese mismo artículo Octavio Paz decía que México, en esos años, se enfrentaba a otra disyuntiva: estancamiento o democracia. Y agregaba que “el estancamiento no sólo es inmovilidad sino acumulación de problemas, conflictos y agravios, es decir, a la larga, convulsiones y estallidos”. Para entonces ya había tenido lugar la reforma política en 1977. Pero aún faltaba mucho por hacer.

En 1986 se produjo el conocido Fraude Patriótico en Chihuahua, que irritó a las clases medias y condujo a muchos empresarios a hacer política y, para ello, se abrieron espacios a través del PAN. Dicho proceso vio un primer momento culminante con la candidatura de Manuel Clouthier en 1988.

En ese año, sin embargo, fue Cuauhtémoc Cárdenas el que se llevó el triunfo político en las elecciones, aunque Clouthier logró también un número importante de sufragios.

El país vivía, desde 1968, el ascenso de una gran ola por la democracia logrando en 1996 la independencia del IFE del gobierno y en 1977 la reducción del PRI a minoría en la cámara de diputados. Esa misma ola siguió creciendo y en el año 2000 se presentó la gran oportunidad para que PAN y PRD presentaran un solo programa y un solo candidato a la presidencia con el fin de desmantelar el viejo régimen y consolidar la nueva democracia. Infortunadamente no se logró definir la candidatura común y la ola perdió su impulso y su fuerza transformadora. La oposición al PRI se dividió de manera natural según la marca de origen de sus fuerzas.

Con la alternancia muchos pensaron se lograba la transición a la democracia. Incluso Mauricio Merino la llamó transición votada. José Woldenberg, por su parte, decía que ya estaba resuelta en lo fundamental la agenda electoral de la transición, pero que quedaba pendiente el tema de la gobernabilidad democrática, es decir, el de la capacidad para forjar mayorías en el poder legislativo y el de la capacidad para atender los inmensos problemas del país. No sin cierto optimismo decía también que la transición había creado por fin a la ciudadanía. Ni súbditos ni clientes, sino personas que saben del valor de su voto.

Lo que en realidad sucedió es que al interior del régimen de la revolución se creó el espacio del nuevo sistema electoral. El PRI fue sustituido por la nueva partidocracia. Y efectivamente la competencia abierta entre partidos influyó en muchos otros ámbitos del Estado pero en otros tantos se mantuvieron buena parte de las características de las formas estatales del autoritarismo y el patrimonialismo. La partidocracia en turno no ha dejado de manejar clientelas e influencias, con métodos y estilos del caciquismo, el caudillismo o la mercadotecnia.

La conquista del sufragio efectivo fue posible por las luchas ciudadanas y de los partidos políticos de oposición, pero también se logró porque el proyecto neoliberal de reformas estructurales y de apertura de la economía al mundo necesitaba de un sistema de legitimidad democrática.

Cuando el Estado fue desmantelado económica, política e ideológicamente; los partidos se dedicaron a las elecciones; las viejas corporaciones perdieron sus capacidades y, en muchos aspectos, se redujeron a meros cascarones burocráticos vacíos. Incluso muchos de los viejos aparatos represivos también fueron hechos a un lado. El viejo Estado se debilitó y sufrió los golpes demoledores de los magnicidios, la insurrección indígena de Chiapas y el crecimiento exponencial del narcotráfico y en general del crimen organizado. La impunidad se volvió el acicate para violar la ley o para seguirla manejando como siempre, a discreción.

En resumen, a la par de que el viejo Estado propietario, autoritario, paternalista y patrimonial era desmantelado poco a poco, la democracia colocó una piedra angular para su construcción: nuevo sistema electoral de partidos competitivos con sufragio más o menos efectivo. Pero ese viejo Estado no desapareció del todo. Sigue vivo en la burocracia política y sindical, en el poder feudal de los gobernadores y en mucho de la cultura cotidiana de la sociedad. Y, sobre todo, el viejo Estado perdió los elementos que le permitían sostener el principio de autoridad, mientras que la nueva democracia no logra construir una autoridad efectiva. Ni para la dirección política, ni para el uso de la fuerza.

El balance de la llamada transición democrática nos indica entonces que poco se ha avanzado desde 1985.Es cierto, hemos resuelto el problema de las elecciones pero no el de la construcción de la autoridad efectiva de la nueva democracia, es decir, de la autoridad política y cultural para dirigir al Estado, atender los graves problemas nacionales y organizar la convivencia de la sociedad mediante la ley, la justicia y la paz.

Y al no avanzar en ello, no sólo hemos tenido la acumulación de problemas que se vuelven cada vez más difíciles de resolver, sino que de plano, con la actuación del gobierno del PRI en el sexenio que termina, hemos entrado a un período de franca decadencia de nuestra vida social, política, moral y cultural.

¿Qué nos falta? Siguiendo a Woldenberg nos hace falta llegar a un acuerdo sobre la gobernabilidad democrática. Recordando a Paz, necesitamos también de un Compromiso Histórico para el futuro del país.

Afortunadamente la conciencia sobre estos asuntos se ha desarrollado bastante aunque todavía no lo suficiente. De hecho ya existe en la Constitución la figura del Gobierno de Coalición que, bien desarrollado, puede abrir el camino para la migración del régimen presidencial a otro semiparlamentario, más proclive a la formación de mayorías. También se encuentra avanzada la discusión sobre la segunda vuelta electoral y sobre algunos otros tópicos de este asunto fundamental.

Y, quizá tan importante como los consensos positivos que se han venido abriendo paso en la conciencia, sean también los negativos. Me refiero a lo que ya se ha vuelto intolerable, es decir, la impunidad, la corrupción, la inseguridad, la violencia, la desigualdad social y la pobreza.

Me atrevo a pensar por un momento con optimismo. No sólo ya tenemos un sistema electoral más o menos democrático, sino que ahora asistimos en verdad a una competencia muy reñida entre los partidos políticos. Quizá después de la contienda  se produzcan las condiciones para resolver las dos cosas que nos hacen falta: el acuerdo para fortalecer la gobernabilidad democrática y el compromiso histórico para el futuro de México. Ambas dependen de la voluntad política de los partidos y de la sociedad civil cada vez más desencantada, es cierto, pero también más dispuesta a exigir la reconstrucción de las funciones básicas de su organización política, es decir, del Estado. Creo que vale la pena señalar, por lo menos, que su probabilidad puede estar al alcance de la mano de quien gane las elecciones.

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