Amanecí con la muerte pegada al paladar,
su sabor atacaba mi memoria:
tantas muertes, las recientes como lunares
que estallan en las noches, y las antiguas
también lunares que sangran
cada que una flor se deshace
y las hojas pardean, se encorvan y caen.
Había leído la maleta de mi padre
de Orhan Pamuk .
Ese podría ser un indicio,
pero como padre no tuve o casi,
otras sangres se vertieron en mi cáliz:
amigos mayores y menores en años,
grandes en dulzuras
y mujeres como padres bondadosos
y atentas como pocos,
me orientaron hacia la vereda segura
y al reto apasionado de sus pechos.
Mujeres que llevan de comer,
a mis retoños y a mis ansias
de novillero que topa como miura
y se engaña con la muleta
de las faldas breves
y las amplías capas de utópicos amores.
Por ellos y ellas vuelve la calma
aquí en el fondo del pozo que mis letras cavan.
Ahora necesito saber si uno de ellos,
el que en mi sueño muere no sin despedirse,
en este despertar que me ahoga,
el que nos encomienda echar un vistazo
a lo que en su maleta guarda,
no solo vive, sino que grita emocionado
sus vidas y promueve dejar al viento
quitar pesares, grises como este polvo
en el que abrir los ojos
es sentir cómo arde la leña verde de la vida.
Por la ventana vacía, la mañana
arma su trajín de nubes, las reparte
entre su pobre casa
con antenas y sin paraguas
y nos regala el espectáculo de un sol
que abandona su letargo de verano,
se seca las lágrimas, alumbra mis asombros
y dice como buen padre que me ate las agujetas
y busque dónde se reúne la palabra
a compartir una torta de esperanzas.