Ya pasadas tantas tristezas, las emociones encontradas de los reencuentros, las pláticas con nuestros hermanos seriamente lastimados, poco a poco las cosas en la casa empezaron a mejorar.
Días después del primer encuentro con Eduardo en la crujía “H” llegó a la casa la mamá de Pablo Gómez, una señora muy alta y robusta; mi mamá la reconoció luego luego, habían sido compañeras en la lucha magisterial (Movimiento Revolucionario del Magisterio, que encabezaba el profesor Otón Salazar).
Paréntesis aparte, resulta que Celia había sido una maestra combativa que junto con varios maestros de la zona de La Merced habían formado secciones sindicales. Ella era una mujer muy admirada tanto por bonita como por combativa; el papá de David Vega la recordaba con mucho cariño; además, se le quedo de sobrenombre “La Chiquita”. Este sobrenombre se lo dieron cuando fue seleccionada del equipo de volibol nacional. Mi mamá no era “chiquita”, tenía una complexión alta y atlética; era una de las mejores clavadistas del equipo nacional.
Retomando el hilo de la conversación le quiero decir que los padres de familia se empezaron a organizar; Manuela Garín (mamá de Raúl Álvarez Garín) era una de las madres más sobresalientes de la organización. Poco tengo que contarles de la organización de madres y padres de presos políticos; es que, va, mi mamá ya no me llevaba a donde tenía que ir.
Los presos políticos fueron trasladados a diferentes crujías de Lecumberry. La crujía “M”, la “N” y la “C”. En la crujía “C” estaban los “muchachos” y empezaron las visitas familiares. Las mujeres entraban por la parte de atrás y los hombres por la parte de enfrente.
La primera vez que entré a visitar a mi hermano en la crujía “C” se me salían las lágrimas sin control; recorrí esos pasillos con paredes muy altas; después nos hicieron dar una vuelta casi completa al “rondín” (es que las crujías coincidían en una circunferencia y a esa le llamaban el rondín), y al pasar por la crujía en donde tenían presos a los delincuentes más peligrosos muchos se colgaban como changos de las rejas, gritaban barbaridad y media; me dieron mucho miedo.
Sácatelas, que me pongo a llorar como “María Magdalena” antes de entrar a la crujía “C”. Raúl Álvarez, que tenía su celda al principio de la crujía, que me ve el río de lágrimas que salía de mis ojos y me dice: “Dóblese, compañera, pero no se quiebre; nos gustaría verla entrar con esa su linda sonrisa”. Rápidamente me sequé las lágrimas y que empiezo a sonreír; así entré a la celda de mi hermano. A Eduardo le dio mucho gusto verme tranquila y sonriente. Creo que sí necesitaban sonrisas; seguramente no querían vernos tristes ni compungidas.
Cada semana íbamos a visitar a mi hermano Eduardo; a mi mamá se le ocurrió empezar a hacer alimentos: qué digo, ricos manjares. Compró recipientes grandes para trasportar en el camión la comida y ahí nos tienen cocinando la comida para los muchachos. Llevaba comida como para 20 o 30 gentes. Pepe y Sergio se encargaban de las compras; Celia era la chef y yo –jijiji– la “pinche” (ojo, en el buen sentido de la palabra). La verdad me encantaba partir las verduras, limpiar el arroz, picar las nueces y pasas, freír los cacahuates, empanizar las pechugas, etc. Disfrutaba mucho ese trabajo y cada vez más conocía los secretos culinarios de mamá.
Las visitas de los domingos eran como una fiesta; los compañeros de la crujía “C” que no tenían familiares o que eran muy pobrecitos nos acompañaban a comer.
Súmenle a una suculenta comida las historias de mi papá Cosme; eran verdaderas tertulias. Cuando llegábamos a la crujía desde la entrada se escuchaban voces: “Ya llegó la mamá del Búho”, y varios de los muchachos nos acompañaban a comer. Mi mamá sacaba las viandas a unas mesas que estaban afuera de la celda y nos sentábamos a disfrutar estos momentos.
Este aspecto de la historia familiar tomó su curso hasta el 1 de enero de 1969.