El pasado martes se cumplieron 10 años de los atentados en Madrid en los que perdieron la vida casi dos centenares de personas y hubo más de mil 500 heridos. Por esas fechas me encontraba en la ciudad de Salamanca en España estudiando. Recuerdo perfectamente el momento de los atentados, el fuerte impacto al recibir las noticias que se escurrían por la radio y la televisión, confusas, inquietantes. Lo que había sido una campaña a favor de la intervención estadounidense en Irak por parte de José María Aznar, entonces presidente del gobierno español, tuvo como recompensa que Al Qaeda fijara su atención en el país de la península ibérica, lo mismo que en Portugal e Inglaterra cuyos gobernantes José Manuel Durao Barroso y Tony Blair respectivamente, habían realizado junto con George W. Bush en las islas Azores casi un año antes una cumbre para lanzar un ultimátum a Saddam Hussein. Por supuesto, todo culminó en el conflicto de la Guerra de Irak y la intervención de esos países de diferentes maneras, tanto con el envío de efectivos como con el permiso de los bombarderos estadounidenses de repostar combustible en bases aéreas españolas en su camino a Irak. Desde la azotea en el edificio donde habitaba en Salamanca podía verlos volar con bombas que caerían en Bagdad y me estremecía el pensar el daño y la destrucción que ocasionarían. Desafortunadamente, después de ver en ese país la manipulación de la población por parte de su presidente Aznar que les prometía el retorno de esa España protagonista del mundo –protagonismo perdido hacía centurias–, los atentados de Madrid me parecían una consecuencia meramente lógica de la servil campaña de ese presidente y su partido político (el Partido Popular, PP), vil genuflexión ante los deseos hegemónicos de Bush y sus halcones. Como resultado, Mariano Rajoy, candidato del PP perdió las elecciones presidenciales del 14 de marzo de 2004 una manera contundente.
Diría Juan Luis Cebrián, en un artículo publicado en El País el 15 de marzo: “Cualquiera sea la lectura que se haga de las elecciones de ayer en España, no cabe la menor duda de que uno de los motivos –y quién sabe si uno de los más poderosos– que han facilitado el vuelco electoral a favor del PSOE reside en la inevitable sensación de manipulación y engaño que por parte del gobierno ha percibido el electorado. Manipulación, al atribuir de forma arbitraria y precipitada a ETA la responsabilidad del brutal atentado de Atocha, después de que asesores de Moncloa sugirieran que eso podría propiciar ventajas electorales. Pero no es quizá ese, con ser muy grave, el peor de los errores que acompaña en la despedida a José María Aznar, sino su machacona insistencia en convertir en dogmas de fe sus particulares obsesiones y discutibles ideas sobre España, los españoles y la manera en que estos deben ser gobernados”. De hecho, fui de los millones que marchamos en diversas ciudades españolas el 12 para manifestarnos en contra de la violencia y por supuesto, en contra de la campaña de violencia propiciada por el belicoso Aznar. De hecho leí en un artículo publicado originalmente en Alemania por un corresponsal en Madrid y después reeditado en España, que la ministra de Exteriores española en el momento, Ana Palacio, se dedicó a presionar a la prensa extranjera para que informaran en sus países que el atentado había sido perpetrado por ETA (organización terrorista del país vasco) y no por la Organización Al Qaeda. Obviamente buscaba con ello evitar la debacle que se avecinaba en la urnas el siguiente domingo. Para el gobierno, era claro que habría cohesión nacional si el atentado era vasco; pero si era árabe, las consecuencias serían devastadoras.
Juan Goytisolo señala en un artículo publicado el 18 de ese mes en El País, que “Las acciones ‘preventivas’ (Bush dixit) o ‘anticipatorias’ (versión Aznar) contra un enemigo indefinido cuya base (el nombre árabe de Al Qaeda) se desplaza fácilmente de un país a otro y cuyo lugar es precisamente una ausencia de lugar, han probado ser palos de ciego, de un efecto exactamente contrario al buscado: el de multiplicar sus atentados en función de la diseminación microscópica de sus miembros y al azar de las ocasiones que se presentan, teniendo siempre en cuenta el impacto mediático y su instantánea mundialización”. El problema estriba en la pretensión en extremo pedante del pensamiento hegemónico occidental de tener la verdad absoluta en cuanto al estilo de vida, los modelos económico y político y los fines “democráticos” para conservarlos. Tal pensamiento choca constantemente con el otro –que en realidad es “otros”, siguiendo a Goytisolo– que se encuentra en la periferia, en el denominado “tercer mundo”. Un pensamiento repleto de fervor patrio, identidades diversas, profundas creencias religiosas y valores arraigados. Hoy, después de 10 años, tal mundo sigue reclamando en la barbarie de sus acciones, la renuncia a un modelo aparentemente moderno que no le ha dado nada, pero que le quita constantemente identidad y pretende configurarle una nueva en pos del mercado y el libre comercio. Osama Bin Laden murió, pero Al Qaeda no; Siria sigue en pie, Egipto es un caos e Irán continúa indemne… España vivió ese año una dura lección; el mundo y sus principales actores, quizá no. Es una pena.