Uno de los proyectos más ambiciosos de la presente administración es el de la apertura de 100 universidades en todo el país. Más allá de que considere que una de las agendas más importantes a resolver es la de la educación, quizá la que brindaría mejores condiciones a futuro, pienso que tal proyecto, sin una adecuada planeación –precedida por un auténtico diagnóstico del problema– puede traer como consecuencia engendros pseudo académicos que, fuera de generar soluciones a las problemáticas diversas del país, pueden arrojar otras. Sí, existen cientos de miles de jóvenes que año con año buscan entrar a toda la gama de instituciones de educación superior públicas del país; muchos de ellos, la gran mayoría, no podrán hacerlo por falta de cupo, por no haber aprobado el mínimo necesario en el procedimiento de ingreso, o simplemente porque ellos y sus familias no tienen los recursos suficientes para tener una vida dedicada al estudio. Muchos de ellos, los que puedan, optarán por una de las universidades de medio pelo que existen en el país por miles para lograr tener el tan ansiado papel que, desde hace muchos años ya, no brinda la movilidad social que prometía. Para estas instituciones, grandes o pequeñas, estos sujetos son clientes potenciales a los que exprimirán a sus anchas y justificarán cobros de cuotas excesivos mediante falsas promesas de éxito y liderazgo, de colocación inmediata en el empleo, de viajes al extranjero. Por tanto, “con las 100 nuevas universidades para el Bienestar ‘Benito Juárez García’, –según nota publicada por el portal de MVS– el gobierno de México busca revertir la ‘exclusión’, de cerca de 300 mil jóvenes que cada año no pueden acceder a la educación (superior) pública ni privada. No hay espacios para ellos en ninguna parte”. Bien, suena interesante. Sin embargo, al menos para los que nos dedicamos a la docencia en la universidad pública, el tema nos resulta cuestionable por varias razones.
Primero que nada, valdría la pena preguntarse si es que lo que se requieren son más universidades o quizá lo que se necesita es apoyar a las ya existentes para que puedan ampliar sus matrículas. A su vez, entender si la dinámica en que se operarán es la correcta. Según consta en nota publicada en el portal Nación 321 “el subsecretario de empleo en la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS), Horacio Duarte, explicó que estas 100 universidades deberán estar vinculadas ‘necesaria y estrechamente’ a las necesidades del mercado laboral de diversas regiones del país. (…) En estas 100 universidades se impartirán únicamente dos o tres carreras universitarias relacionadas ‘expresa y claramente al potencial económico de las regiones’”. Por tanto, habría que ver cuáles son las carreras que se ofertarán y si en verdad responden a las necesidades regionales. Lo cierto es que, como ha sucedido con muchos otros proyectos como las universidades interculturales, muchas tecnológicas y ciertos procesos de regionalización que tienen las universidades estatales, se termina ofertando disciplinas que pueden tener aplicabilidad en la región, pero que agotan su pertinencia en dos o tres generaciones, es decir, que saturan el mercado laboral y ya no se les requiere sino años después. A este dilema habrá que sumar el de la elección de autoridades universitarias, personal administrativo y docente para que funcionen. Y surgen muchas dudas en este sentido: ¿abrirán nuevas plazas para estas universidades?; ¿se manejarán con el esquema del outsourcing, tan nefasto para la vida laboral a largo plazo?; ¿tendrán sentido más allá del presente sexenio?; ¿se dedicarán a la docencia únicamente o también desarrollarán investigación?; ¿se infectarán de los vicios de las demás, de la grilla, de la meritocracia?
Todas estas interrogantes son muy pertinentes, pero creo que hay otras más que vale la pena lanzar en un momento como el que vivimos: ¿cuál es el sentido último de la educación superior?, ¿la formación de recursos humanos para el mercado laboral o la producción del conocimiento que pueda tener un impacto en la vida cotidiana de las personas? Ambas, dirán los más optimistas, pero es un hecho que, en los últimos 30 años, las universidades, incluidas las públicas, se han ido transformando en capacitadoras de personal y se atiende más a los caprichos de la iniciativa privada, que a las auténticas necesidades del país. Por tanto, ¿será necesario tener nuevas capacitadoras? Considero que lo más importante hoy, antes siquiera de pensar en abrir nuevas instituciones de educación superior, es realizar un balance de cómo estamos. Urge detener los procesos y repensar a la universidad, así con mayúscula, y saber si el camino que hemos llevado es el correcto. Tal como se ha buscado la modificación de la reforma educativa a nivel básico, es menester entrarle también a la de educación superior. Los enormes defectos que ha tenido el sistema educativo desde la llegada de los gobiernos neoliberales y sus propuestas “inteligentes”, nos brincan constantemente en la cara en el aula, con deficiencias en lectura, en la escritura, la comprensión, en atención, en retención y, lo más terrible, en la concepción de la educación y para qué tenerla. La mayoría de los estudiantes entra a la universidad para poder tener una vida exitosa donde el dinero, el lujo y los privilegios son la tónica. Termina siendo más un trámite, que un periodo formativo. 100 universidades suenan bien, pero lo dicho, hay que hacerlo siempre en atención al espíritu original de la universidad misma: la construcción del conocimiento, su discusión constante y su aplicación en la vida.