» Puebla » Tauromaquia
2012-04-30 04:00:00
El pasado jueves, mientras en las afueras del edificio sede se batían en duelo verbal partidarios y opositores de la tauromaquia, la ALDF decidió excluir el dictamen sobre la prohibición de las corridas de toros del orden del día de su última sesión de trabajo. Se habla de una intervención de última hora del inefable Herrerías, pero en todo caso, la espada de Damocles del aboliconismo sigue pendiendo sobre el futuro de la Fiesta en la capital del país. Es el costo de los oportunismos electoreros, aderezados por la idea de que las mayorías tienen derecho a interferir en asuntos de libre elección personal siempre que caigan en zonas condenadas a capricho por ser políticamente incorrectas, otra aberración que en el presente siglo está encontrado amplio espacio de aceptación y maniobra.
Pero muy mal andamos si la barrera de contención contra el embate antitaurino va a depender de las influencias y el poder del empresario que ha patentado la corrida de toros sin toros, reducido a su mínima expresión las temporadas novilleriles y convertido en un erial la Plaza México, espacio privilegiado, hasta hace no tanto, de la antigua pasión por los toros del capitalino medio. Si los gobiernos del cambio le permitieron manejar la Fiesta con prepotencia de zar, no hace falta gran imaginación para calcular la de atrocidades de que pueda ser capaz bajo esa aureola salvífica que ya se apresuran a atribuirle sus publicronistas.
España: el hastío
También inquietante, desde otro sesgo, resulta cualquier vistazo a la recién concluida feria sevillana, lastrada desde el principio por ausencias tan notorias como las de El Juli, Ponce o Perera –por no hablar de José Tomás, aparentemente retirado–, y deslucida por la abrumadora sosería de casi todos los encierros lidiados –a salvo Fuente Ymbro y, hasta cierto punto, el primero de Cuvillo y el de Torrestrella, lidiado el sábado bajo un verdadero diluvio.
Y es que, haciendo juego con la falta de casta del ganado, un público famosamente conocedor y sensible parece estar perdiendo estas características. Hoy, lo que predomina en la Maestranza es una predisposición a la indiferencia y el tedio francamente alarmantes. La antigua máxima que manda valorar al torero según el toro que tenga delante dejó de tener ahí vigencia –y no digamos en Madrid, cuya plaza es asiento del peor humor taurino del mundo–, y a poco que un toro flojee, la descalificación por adelantado del toreo y quien lo ejecute puede darse por descontada, sin importar el empeño que lo anime ni la forma en que se produzca. Al combinarse la pérdida de poder y bravura con la obligación de que todo astado vaya dos veces al caballo, el tedio está prácticamente garantizado, pues por mucho que el matador en turno se esfuerce, la ligazón se dificulta y con ella el desencanto del adusto gentío. Para colmo, los sevillanos van de listos a su plaza, lo que significa que hay toreros –notoriamente Castella, cuyos tres paseíllos en cinco días disgustaron sobremanera a la afición, convenientemente soliviantada por la prensa–a los cuales no están dispuestos a conceder nada, mientras otros –Manzanares y en alguna medida Talavante– gozan de los favores y hasta la obsequiosidad de ese mismo público aparentemente tan riguroso.
Como confirmación de lo anterior está la salida por la Puerta del Príncipe del alicantino –bien merecida por cierto, pues en todo momento supo corresponder al fervor de sus partidarios, que en Sevilla son legión– y el doble triunfo del de Badajoz en sendas apariciones, saldadas a oreja por tarde. Hay que remarcar también el papel desempeñado por sus cuadrillas, con nota de excelencia para los de a pie a las órdenes de José María, (Curro Javier, Juan José Trujillo y Luís Blázquez), y para picadores que sacó Talavante para, prácticamente, simular que castigaban a sus toros, inmediatamente rescatados del caballo por el capote alerta del peón de confianza.
Al lado de los dos triunfadores máximos del ciclo también consiguieron cortar alguna oreja Iván Fandiño (2), Antonio Nazaré, Esaú Fernández, David Mora, El Fandi y, por supuesto, nuestro Joselito Adame; sólo que éste, tan elogiado por la crítica en pleno, va a sufrir lo suyo para ver un pitón en lo que resta de temporada. Mala feria, en cambio, la de Castella, El Cid, Morante, Daniel Luque y el resto del elenco, cuyos esfuerzos se trocaron en desconcierto ante el desdén de un público tan inapetente y frío como las reses que en mala suerte les tocaron.
México: la mentira
Qué diferencia con las ferias vernáculas, a cuyas corridas la gente va a corear olés y pedir orejas venga o no al caso. No es tampoco que nuestros toros se distingan por su pujanza –olvídese usted del trapío, asunto cada día más secundario–, porque entre el elemento bovino que pace en la cabaña nacional predomina más bien lo contrario. He ahí, en esa predisposición autocomplaciente del acrítico público mexicano –que ha olvidado al mismo tiempo el toro y el toreo– una de las causas centrales de la decadencia del ancestral rito a lo largo y ancho del país. Así, con todo a favor y ninguna oposición ni exigencia, resulta casi imposible que los toreros se esfuercen por dar lo mejor de sí. Si un sano rigor por parte del aficionado estimula al torero de casta, la ignorancia y el aplauso fácil funcionan más bien como invitación al ratoneo y la bisutería pueblerinos en sustitución de los valores auténticos del arte.
Así ha ocurrido, con los matices que se quiera, en Texcoco, Aguascalientes y Juriquilla, por mencionar tan sólo algunas de las últimas ferias del calendario taurino nacional.
Puebla: la disolución.
Lamentablemente, El Relicario se parece hoy muy poco a la plaza que llegó a ofrecer ocho o nueve carteles en su feria de mayo, con ganado de garantías y lo mejor de la baraja disponible. Hoy todo el toreo disponible parece haberse concentrado en los malabares de Hermoso de Mendoza y sus triunfos de utilería –irresponsablemente orquestados desde el palco de la autoridad, otra nefasta influencia herreriana–, mientras lo que queda de la buena afición poblana mira con estupor los carteles de su brevísima temporada, sin encontrar en ellos el menor aliciente.
Dada su pobreza y sinsentido, parecieran diseñados por el enemigo.
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