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Naufragio isidril, entre viejos vicios y gafes emergentes

Por: Alcalino

2012-06-04 04:00:00

 

Las tradiciones terminan siempre por definirnos, en sus mitos y ritos anida lo mejor y lo peor de cada cultura, sus aspiraciones más caras pero también su más oculta reserva de hipocresías. No por nada se materializan en ellas las contradicciones y absurdos tan propios de la especie humana, llevados por la tradición a escala colectiva.

Atribulada por las tormentas de lo políticamente correcto, la colectividad taurina lleva ya tiempo eludiendo ese examen de conciencia que es indispensable para plantar cara a sus tradiciones, mirarlas de arriba abajo, palparlas detenidamente y preguntarse con toda seriedad si conservan vivo algo de su sentido más profundo o, por el contrario, no queda de ellas más que un cascarón semivacío. Un ejercicio que, a estas alturas, convendría hacer a los madrileños poniendo sobre la mesa su famosa feria anual, no se sabe ya si famosa por rentable o rentable por famosa, una vez descartada la peregrina suposición de que pudiera serlo por la calidad de su oferta y la magnificencia de las obras que, en tanto muestra universal del toreo, pudieran todavía alegrar las tardes de mayo en Las Ventas. Como en tiempos de Ordóñez y Bienvenida, Antoñete y Andrés Vázquez, Camino y El Viti, Paquirri y Capea, César Rincón y Joselito... E incluso algunos mexicanos de hace mucho o el mismísimo Cordobés.

Un análisis de este género seguramente los conduciría a cuestionar mucho de su presente.

 

Gigantismo absurdo

 

Siempre me pareció contraria a la naturaleza de la fiesta la idea de corridas diarias, salvo quizás en ferias muy específicas, como la sevillana de abril o la semana grande de Bilbao. San Isidro fue algo semejante en su primera época, e incluso cuando, hacia mediados de los 60, se extendió a 15 o 16 festejos, justificados por la redondez de los carteles y la importancia capital de Madrid. Pero prolongar la serie a casi un mes –o sin el casi, según viene ocurriendo a partir de los 75 años de la Monumental– solo podía ir en detrimento de la cartelería y en perjuicio de los abonados, obligados a ir pero no a vivir cabalmente la fiesta, dando como resultado esa mezcla de cansancio y hostilidad que ha terminado por caracterizar al cónclave madrileño todos los días del año.  Máxime cuando cualquier combinación vale para componer el cartel de toreros, según ha venido ocurriendo mayoritariamente en los últimos cuatro o cinco lustros.

 

El tonelaje que

se llevó el trapío

 

Simultáneamente, y de la mano de sectores de la plaza y la prensa bien localizados, se vino operando la exigencia de reses con peso y pitones cada vez más enormes y agresivos. Pero lo que empezó como loable empeño por devolver seriedad y riesgo a la fiesta en su coso más emblemático  terminaría en abierta exhibición de demagogia, acríticamente asumida por jueces de plaza y veterinarios que han antepuesto el protagonismo propio al respeto debido al toro, el torero y el toreo en su justa dimensión y valor, al someterlos a parámetros fuera de proporción, que el público ha terminado por acatar, más con fastidio que con conocimiento de causa. 

 

Para colmo

 

Un poco por economía y otro poco por complacer la desmesura, hará 15 años que la sagacidad empresarial instituyó una semana del toro para, al amparo del renombre de los victorinos, incrustar como fin de feria soporífero desfile de mastodontes, destinados a un elenco de gladiadores en terno de luces, merecedores de alabanza por su temeraridad, rara vez por su clase. Y más rara vez por haber conseguido algo sonado con semejantes galafates prehistóricos.

Es como para que los madrileños se vayan cuestionando esta deplorable ocurrencia de quienes les exigen la compra del abono completo si desean conservar una localidad a su nombre.   

 

Abaratamiento irrefrenable

 

Una revisión somera de las últimas 20 isidradas, por lo menos, conduce a una mayoría de carteles–basura, dicho esto no tanto por la escasa nombradía de los diestros anunciados como por la modestia de sus honorarios. Pues la humana inclinación de sucesivas empresas por la ganancia fácil, complementada por la baratura de hatos ganaderos tan imponentes de tipo como inservibles para el toreo, ha terminado por convertir el triunfo en una quimera que solo muy de tarde en tarde se hace realidad, siempre a favor de algún astado que escapó al denominador común de la mansedumbre, o algún espada dispuesto a morirse en la raya. Y eso sin contar la aquiescencia de un público voluble, especialista en coleccionar –de por vida o por moda– toreros y ganaderías predilectos o aborrecidos. Pues hoy día ser torero de Madrid, o poseer un hierro grato a Madrid cuanta más que enviar ejemplares de clase o practicar el toreo auténtico, sin concesiones y con arreglo a las condiciones del toro que está delante.

 

Ciclo gafado

 

Que este San Isidro haya concentrado todos los males enunciados, sin más oasis para el toreo que las dos tardes de Sebastián Castella, la revelación novilleril de Gómez del Pilar o un par de triunfales corridas de rejones, ha hecho que los madrileños –tendido, calle y periodismo– estén aludiendo a la presencia del gafe, ese duende maligno, también denominado mengue, cenizo o malaje, que mata la alegría y pudre lo que toca.

Aunque ya la pobre cartelería anticipaba en buena parte el fiasco, sólo el advenimiento del gafe explica que la de 2012 haya sido la peor isidrada de la historia, con apenas tres orejas cortadas en 19 corridas –las izaron Castella, Fandiño y Morenito de Aranda–, dos más en festejos novilleriles –Gonzalo Caballero y Gómez del Pilar, éste último la verdadera revelación de la feria por decisión, clase y sello– y, punto y aparte en medio de tanto sopor, los ocho apéndices que fueron a parar a manos de los rejoneadores Andy Cartagena (una y una), Sergio Galán (dos de un mismo toro), Diego ventura (ídem) y, a una por casaca, Leonardo Hernández y Pablo Hermoso de Mendoza.

 

Nacho Meléndez

 

El jurado designado por la Comunidad de Madrid para discernir los premios de la feria entregó su lista de triunfadores y, felizmente, había en ella un mexicano. Desde luego, ninguno de los ocho paisanos que partieron plaza al frente de sus cuadrillas, antes de hacer el recorrido inverso luego de decir nada a la afición, que los despidió con soberana indiferencia, a tono con sus autocomplacientes y parcos desempeños. El reconocimiento, como estaba previsto, fue para el varilarguero Ignacio Meléndez, que había dado cátedra de arte y pundonor al picar a “Lana Virgen”, el torazo de Bañuelos con el que Las Ventas dio su triste adiós a El Zotoluco.

Otros galardonados fueron Castella (mejor faena), Ventura (rejoneador), Noé Gómez del Pilar (novillero), Uceda Leal (estocada), Morenito de Aranda (revelación), Fernando Galindo(subalterno de a pie a las órdenes de Ignacio Garibay, que pasó de puntitas el miércoles), Curro Javier (par), Alcurrucén (ganadería) y del mismo hierro “Fiscal” (mejor toro, desperdiciado por El Cid). 

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