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La despedida de Rodolfo Gaona

Por: Alcalino

2013-04-15 04:00:00

 

Hace pocos días se cumplieron 88 años de una de las fechas señeras de nuestra tauromaquia, dos más de cuantos viviera Rodolfo Gaona Jiménez (León, 1888–DF, 1975). Aquel 12 de abril de 1925, mientras las campanas de León tocaban a rebato, el Petronio de los Ruedos, el hombre que, según José Alameda, universalizó lo que los españoles habían considerado hasta entonces su fiesta nacional, mató en el viejo Toreo de la capital mexicana el último toro de su vida, un berrendo alto de agujas y veleto de cuerna procedente de San Diego de los Padres: se llamó “Azucarero” y realmente lo fue, por la alegre suavidad de su embestida.

Alternando con el español Rafael Rubio “Rodalito”, el diestro nacido en el corazón de Bajío un 22 de enero, había lidiado con maestría pero sin demasiado lucimiento a tres poco propicios astados de Piedras Negras, lo que le movió a anunciar un sobrero que, para honra de la divisa toluqueña, iba a permitirle al Califa de León irse de los ruedos en un clima de apoteosis, a tono con la trascendencia de su arte, su figura y su trayectoria.

 

De León a Puebla y de Puebla al cielo. Entre los muchos sobrenombres admirativos que se le adjudicaron, Rodolfo prefirió siempre el de Indio Grande, por ser el que mejor sintetizaba sus orígenes y su magnitud torera. Discípulo de la escuela de tauromaquia fundada en su natal León por Saturnino Frutos “Ojitos” –antiguo banderillero de Frascuelo que, incorporado por Ponciano Díaz a su cuadrilla en 1889, vino con él a México y se quedó en nuestro país–, fue el único de la Cuadrilla Juvenil Mexicana que permaneció al lado de su maestro cuando el resto abandonó subrepticiamente la vecindad poblana donde Ojitos se había instalado con ellos en 1906, instigados por las intrigas de Enrique Merino “El Sordo”, aventurero español residente en el DF que urdió la manera de explotar económicamente el producto de la docencia ajena.

En Puebla, la veintena de adolescentes que integraban la cuadrilla de Ojitos –perfectamente dividida en matadores, banderilleros, picadores y hasta puntilleros, muchos de los cuales destacarían profesionalmente en el futuro– habitaron con su mentor una amplia vivienda ubicada en el número 19 de la calle Juan Mújica, hoy 7 Poniente, a las altura de los 700.

La cuadrilla se había presentado en público precisamente en León (01.10.05) y para la fecha de su exitoso debut capitalino (06.10.07) contaba ya con un rodaje considerable, la mayor parte realizado precisamente en Puebla, en cuya plaza El Paseo sumaron en un año no menos de 20 actuaciones, entre ellas la que el propio Gaona llamaría “la tarde en que se me reveló el lucero”, tres tercios de mágica redondez con un bravísimo utrero de La Trasquila (13.01.07). En el crepúsculo de ese domingo 13, mientras Gaona era paseado en hombros bajo la fronda del Paseo Bravo, en las afueras del coso poblano, Antonio Montes agonizaba en la capital, herido de muerte por “Matajacas” de Tepeyahualco.

 

La conquista inversa. Estamos en 1908. Roto de manera abrupta el grupo de aspirantes que Ojitos aleccionó en León y había recluido en Puebla, Saturnino Frutos decidió viajar a España con su discípulo predilecto para presentarlo ante la afición más competente del orbe.

Pero al encontrarse en un Madrid muy distinto al que había dejado, desambientado y sin influencias tras casi 20 años de ausencia, Ojitos decidió jugarse el albur de una encerrona de prueba, para la cual compró dos toros de Bañuelos, alquiló la placita de Puerta de Hierro y contrató un tranvía que llevase hasta aquel modestísimo coso periférico a la flor y nata de la crítica taurina madrileña. El entusiasta visto bueno de aquella experta audiencia lo animó a organizar la alternativa del mocito mexicano en Tetuán de las Victorias, otra barriada madrileña, donde “Jerezano” le cedió a Rodolfo Gaona el toro “Rabanero”, un berrendo de de Basilio Peñalver, el 31 de mayo de ese año. El refrendo en la plaza grande llegó el 5 de julio con “Gordito” de González Nandín bajo padrinazgo de Juan Sal “Saleri” y con Tomás Alarcón “Mazantinito” por testigo; causó el mexicano tal sensación que una semana después partía plaza para alternar mano a mano con Vicente Pastor, el orgullo torero del barrio de Embajadores y todo un ídolo en la capital española.

A lo largo de sus 14 temporadas allá, Rodolfo Gaona iba a hacer 645 paseíllos, de los cuales 81 en la plaza grande de Madrid, alternando en plan estelar con tres generaciones de emblemáticas figuras: la de Bombita y Machaquito que dominó la primera década del siglo, la intermedia de Rafael El Gallo y Vicente Pastor, y la revolucionaria de Joselito y Belmonte, que terminaría definiendo el futuro del toreo ya no como destreza de valerosos estoqueadores sino como un arte en toda regla. Rodolfo vivió a plenitud ese parteaguas, oponiendo a tales monstruos un sello de elegancia y despaciosidad incopiables. Y de vuelta al país, aun se midió con la generación de Lalanda, Chicuelo y Antonio Márquez.

Era entonces, según aseveración de don Manuel Jiménez, que visitaba por última vez nuestro país a mediados de los años sesenta, un artista insuperable y un consumado maestro. Es decir, un clásico en plena forma cuando voluntariamente, vestido de celeste y oro y dejando para el recuerdo una faena inolvidable, decidió cortarse la coleta.

 

Las claves del Indio. Rodolfo Gaona fue una pieza torera fundamental a ambos lados del Atlántico. Evidencia viva de que el arte de torear no podía limitarse al estrecho coto español, su estilo encarnaba un dominio del tiempo y el espacio íntimamente ligados a la sensibilidad mexicana. Bajo esa pauta, nada tiene de extraño que contribuyera a moldear, en tanto ídolo popular y mandón absoluto de la fiesta en México, los rasgos más acusados de la afición mexicana, su preferencia por el toreo lento, hondo y sentido, más que por alardes de espectacularidad o secas exhibiciones de poder sobre los toros.

Habituado por razones de su aprendizaje decimonónico a alternar ambos pitones en lances y muletazos sucesivos, durante sus últimas temporadas en México –1920–1925, tras la prohibición carrancista del año 16– ensayó el toreo en redondo, de lo cual quedarían como muestra sus faenas predominantemente izquierdistas a “Sangre Azul” de San Diego (14.01.22) y a los sanmateos “Quitasol” y “Cocinero” (24.03.24). Dichosamente, el pase natural predominaba entonces sobre el derechazo, expresión actual casi exclusiva del toreo circular.

Mucho más gestas que contratiempos. Poco castigado por los toros, Gaona sufrió en Puebla y por un toro de La Trasquila la cornada más grave de su vida (13.12.08), mayor incluso que la de Córdoba en España (27.05.12); y cuando, entre broncas, se dejó vivo en Madrid a “Barrenero”, del marqués de Albaserrada (29.05.19), y luego, en México, a “Charolito” y “Cubeto”, lo hizo para desafiar provocativamente a públicos manifiestamente adversos. Pero tales demostraciones de soberbia, acremente censuradas por sus enemigos de tendido y prensa, lo eran también de confianza en su bagaje torero, sabedor de su capacidad para borrar cualquier revés puntual con nuevos triunfos de apoteosis.

La faena de su vida, según él mismo, se la cuajó a “Desesperado” de Gregorio Campos en plena feria de Sevilla (21.04.12), su plaza española favorita fue la de San Sebastián, su par más recordado el que le colgó en Pamplona a una res del marqués de Saltillo (08.07.15) y seis tardes las que salió en hombros por la puerta grande de la plaza vieja de Madrid. Pero  su obra mayor en la península, la más acabada y madura, tal vez fuese la última de todas, cuando bordó con “Beato”, un colorado de Arribas, en la antigua Barceloneta (02.07.23), una faena de plástica mucho más evolucionada con respecto a la de Sevilla, de clásico corte decimonónico.

A su vuelta a México, más maduro que nunca, la lista de toros inmortalizados por el Califa en El Toreo se vuelve caudalosa, con “Revenido” de Piedras Negras (17.02.23) como ejemplo paradigmático. “Faisán”, “Pavo”, “Huasteco”, “Tintorero”, “Jorobado”, “Brillantino”, ”Revenido II” –y por supuesto “Sangre Azul”, “Quitasol”, “Cocinero” y “Azucarero”– hacen referencia a algunas de esas faenas que el gaonismo guardaría como polvo de oro en su memoria.

 

La gaonera. El lance con el capote a la espalda que lleva su nombre lo dio a conocer primero en México –con “Pinolito” de Saltillo, en 1910– y posteriormente en Madrid –con “Sardinito” de Benjumea (28.03.10). Se dice, sin embargo, que lo había estrenado de novillero en 1906, en Monterrey.

El bautizo como “gaonera” correría a cargo de don Pío, uno de los pilares de la crítica hispana, y sirvió para zanjar las interminables discusiones a que dieran lugar las primicias del majestuoso lance ante la cátedra madrileña.

 

Final poético. “Esbelto, de goma elástica, / con otra luz y otra plástica, / vino el torero de México / con su sabor de onomástica / y su novedad de léxico. //... una india matriz concibe / más allá del mar Caribe / un chamaco –¿un héroe, un golfo?– / y le cristiana y le inscribe / con el nombre de Rodolfo. // El  nuevo Martín Lutero / ya se estira y se apersona / y se estiliza, altanero / ¡Qué elegancia de torero / La de Rodolfo Gaona! // Pues su quiebro de rodillas / y su larga y su verónica / su tercio de banderillas / merecen no estas quintillas / Otro Bernal y otra Crónica // De pecho con la derecha / va a ser el pase que estrecha / Menfis, Aldamas y Bali / hieratismo con sospecha / de pirámide o teocali // Lámina pura de oro / flexible, sonora, huera / riza y desriza ante el toro / el azteca meteoro / de la sagrada gaonera //...      

Gerardo Diego

Torero mexicano (fragmento)

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