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La cruda autenticidad de Padilla

Por: Alcalino

2012-12-24 04:00:00

Una síntesis de lo que Padilla vivió e hizo
vivir durante este 2012 está en sus 72
paseíllos, con 135 orejas y seis rabos cobrados y
numerosas puertas grandes traspuestas en hombros
(entre otras las de Pamplona, Almería y por dos
veces Zaragoza). Con ese bagaje llegó a la
México

El toreo se justifica a sí mismo con la inminencia de la muerte, siempre presente, siempre latente. Se lo decía Curro Cúchares a su amigo, el actor Julián Romea: “la diferencia entre lo que haces tú y lo que hago yo es que en el ruedo se muerte de verdad, no de mentirijillas, como en el teatro”. Y si bien se dice del torero torero cuyo nombre impuso vox populi como sinónimo del peligroso quehacer –el arte de Cúchares–, que nunca lo tocó un pitón, a todos los demás, poco o mucho, los toros sí los han calado.

Fundamental es la capacidad de reacción que un joven lleno de vida pueda tener tras la primera cornada, pues tal bautizo de sangre es la verdadera prueba del ácido que debe superar todo aspirante a figurar y consolidarse como espada de cartel. No menos proverbial es la momentánea pérdida de confianza y sitio que normalmente acusa cualquier diestro al reaparecer después de un cate fuerte, dicho sea sin olvidar la ingente cantidad de hombres de seda y oro que ya no fueron los mismos luego de sufrir las secuelas de una herida de pronóstico grave y difícil curación: los hubo que se vinieron abajo verticalmente o incluso dejaron la profesión, sin importar su previa consideración de valientes sin tacha, prometedores artistas o figuras consagradas.

Así de duro y exigente es este oficio, que solo admite gente con ánimo bien templado y la extraña dosis de locura que hace falta para poner, por encima de la vida, la pasión por torear.

 

El caso Padilla

 

A Juan José Padilla –jerezano con una veintena de años en la dura brega–, el toro “Marqués”, un agresivo y fuerte cárdeno oscuro de Ana Romero, lo derribó en el tercer par de banderillas y, en el suelo, le dañó irreversiblemente el globo ocular derecho de impresionante derrote, lanzado casi a la pasada. Fue en la plaza de Zaragoza, el 7 de octubre de 2011, y las espantosas escenas de su percance –tomadas por varias cámaras– prácticamente le dieron la vuelta al mundo. La deformación facial era terrible, pero Padilla, cada vez que fue requerido para pronunciarse sobre su futuro, lo ubicó obsesivamente delante de los toros y en la inminencia de una pronta reaparición. Pocos lo creyeron. Acaso quienes conocían el carácter inflexible del jerezano y su grado de entrega a la profesión. El debate duró todo el invierno, durante el cual –ahora lo sabemos y entendemos nítidamente– Juan José no hizo otra cosa que entrenar y fortalecerse, del cuerpo y del espíritu, para encarar ese reto que para él fue desde el principio, y sin la menor duda de su parte, cosa consumada.

 

Triunfo de la voluntad

 

El éxito del torero al reaparecer –con un parche negro sobre el ojo perdido y media sonrisa cómplice partiéndole el curtido rostro– encontró una recepción acorde con su gesta. Por primera vez, su nombre tuvo acogida en los carteles dulces de las ferias, sus compañeros le brindaban toros y los públicos crearon en torno al insólito pirata jerezano una onda expansiva de generosa comprensión que habla por sí misma de la sensibilidad de la afición taurina, tan insultada últimamente por la ignorancia de quienes le adjudican justamente los más torvos e inhumanos sentimientos.

Una síntesis de lo que Padilla vivió e hizo vivir durante este 2012 está en sus 72 paseíllos, con 135 orejas y seis rabos cobrados y numerosas puertas grandes traspuestas en hombros (entre otras las de Pamplona, Almería y por dos veces Zaragoza). Con ese bagaje llegó a la México. Con ese bagaje y con la noticia de una cirugía, programada para el miércoles siguiente, en Oviedo, para extirparle definitivamente el globo ocular, definitivamente irrecuperable según los últimos estudios.

Sobre la arena de la Monumental iba a quedar más claro que nunca que el alma de este torero está donde el toro esté, más que en el quirófano asturiano que lo aguardaba inexorablemente.

 

Lección con recompensa

 

Es verdad que le tocó el lote más potable de Villacarmela. También que su desempeño, preñado de entusiasmo y valentía, nunca se perdió de vista si se le juzga desde un ángulo puramente estético. Pero no es menos cierto que Padilla superó las expectativas que su sola presencia había atraído, y que cuanto hizo interesó e impresionó vivamente a la afición, reunida en regular cantidad en los amplios graderíos de la gran cazuela.

¿Cómo pudo compaginarse esta respuesta con la tradicional sensibilidad del público capitalino, siempre más inclinado a la belleza formal que a rasgos menos afines a su idiosincrasia? Sencillamente, porque la gente percibió una entrega absoluta del diestro, y no pudo menos que corresponder con la suya. Y porque Padilla, sin preciosismos, acelerado a veces, en ningún momento dejó de comportarse como un lidiador completo, inteligente y capaz. Y como un valiente a carta cabal. En suma, como un torero.

Y todo sin un instante de desmayo, entregado por completo a la tarea de complacer y complacerse toreando. Es decir, aprovechando la buena condición de su primer adversario –el más pastueño del sexteto– para ceñir un toreo de capa de aroma campero, lucir dotes de banderillero emotivo y certero, y correr la mano en tandas de aguante y mando relevantes, a despecho de cierta rapidez en la ejecución de los pases. Lo demás –desplantes, rodillazos, alardes no necesariamente emparentados con el buen gusto– fue como el aderezo picante del guiso fuerte que estaba sirviéndonos. Y con la espada, un cañón. De ahí que la oreja otorgada fuese recibida con júbilo por una audiencia legítimamente ganada por la pasión comunicativa del diestro.

El quinto, “Tradición” de nombre, tuvo menos clase –rebrincadito y con tendencia a derrotar– pero por lo mismo resultó más emotivo. Aunque, para emotivo, el recibimiento de Padilla, de rodillas y frontalmente colocado para aguantar media docena de embestidas en otros tantos faroles perfectamente limpios y toreados. Buen cuidado tuvo en limitar el castigo en varas y animar la función con los rehiletes, en reuniones algo eléctricas pero muy emotivas que adornaron en lo alto a un toro con cierto empuje y aspereza.

En el inicio de faena, nuevamente de hinojos y a cara descubierta, hubo ganancia de terreno y visible mando torero, que marcaría asimismo lo medular de un muleteo sólidamente estructurado, amalgama de serenidad y carácter que se tradujo en ligazón, variedad y valentía. Con el acierto adicional de saber ponerle fin en el momento preciso de fulminante estoconazo, atacando por derecho e hiriendo arriba. Lógicamente, a la muerte de “Tradición” respondió una petición abrumadora de esa oreja que Padilla paseó jubiloso y el público de México acogió con sincero entusiasmo.

Y es que, por encima de valores acaso más sutiles, la entrega y la pasión de un torero siempre conmoverán a los públicos por encima incluso de preciosismos formales –que Padilla nunca ha pretendido poseer– o fáciles efusiones sentimentales. Razones más que suficientes para justificar la triunfal salida por la Puerta del Encierro de este hombre al que la muerte rozó sin conseguir amedrentarlo. Y al que la terrible cornada de “Marqués”, lejos de restarle ímpetus, le ha extraído lo mejor y más escondido de su torería.

 

Rivales y amigos

 

El brindis que Juan José hizo de su segundo toro al Zotoluco –con frases llanas y cargadas de sinceridad– nos remitió a aquella campaña europea del 2002 en que Eulalio acometió la hombrada, menos apreciada de lo que merecía, de despachar la camada entera de Miura, con resultados por cierto triunfales. El de Jerez y el de Azcapozalco rivalizaron gallardamente en varias de esas tardes, incluida aquella de Pamplona en que, mientras Padilla casi resulta degollado al entrar a matar a un galafate castaño encendido la fatídica andaluza –otra cornada gravísima en su haber, de la que salió vivo por milagro–, nuestro paisano desorejó a los dos de su difícil lote para salir en hombros, acompañado por las peñas y sus coros admirativos del viejo coso pamplonica.

Queda dicho brindis, con la cordialidad que de él emanó, como un dato más para el registro de gestos que avalan los valores éticos que la fiesta es capaz de suscitar cuando sus protagonistas saben ser toreros –toreros señores–­ no solamente delante del toro. 

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