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Engaño y autoengaño

Por: Alcalino

2012-11-19 04:00:00

 

En su crónica del lunes anterior, Leonardo Páez estableció el compromiso de no volver a aludir en sus reseñas nada de lo ocurrido en la México con toros de regalo. Desconozco la utilidad práctica que vaya a tener su decisión –incluso, la pongo seriamente en duda– pero aplaudo el contenido simbólico de la misma. Porque tales obsequios se han vuelto un recurso tan manido y oportunista que alguien tenía ya que denunciarlo por vía activa. Y es que insistir en el anuncio y “lidia” de encierros basura –sin trapío ni casta ni bravura ni fuerza ni nada–, para salirnos después con fingidos triunfos de última hora es uno de tantos ejercicios de simulación que explican el paulatino descrédito y degradación de la fiesta de toros en México.

Una autoridad mínimamente consciente del contenido cultural y ético de la corrida ya habría borrado del reglamento capitalino –supuesto garante de la autenticidad del ritual espectáculo– la burla grotesca del torito de obsequio, por cuanto tiene de evasión de responsabilidades de parte de toreros, ganaderos y empresa, que le tienen tomada la medida al segmento de público más ingenuo y numeroso, y sienten que lo contentan parapetándose en esa res sin sortear en apócrifa promesa de un  ilusorio final feliz de estirpe telenovelera. Que es, más o menos, el nivel cultural y mental en que está situada ya la fiesta. 

En cuanto a Tauromaquia, lo seguimos y seguiremos sosteniendo: toro de regalo, timo tolerado.

 

Autoengaño

 

Otro fenómeno que se ha enseñoreado de nuestra plazas, empezando por la México,  es esa necesidad clamorosa y casi compulsiva del público grueso por ver pasear, al precio que sea, al menos una orejita miserable, sin para mientes en logros toreros ni méritos taurinos. Como todo capricho tiene mucho de gratuito y pueril. Los porqués se pierden en las brumas del misterio, relacionados quizá con un deseo inconsciente por justificar el costo del boleto, espantar el tedio, combatir el fastidio o conjurar la sordidez de una tarde vulgar, en que ni toros ni toreros han sido capaces de responder a sus expectativas. Y lo peor es que esa búsqueda desesperada de esa oreja–amuleto u oreja–fetiche lleva camino de convertirse en fenómeno cultural con carta de naturaleza y derechos adquiridos en los tendidos de los cosos. Mi reino por una oreja.

El domingo anterior llegaron a agitarse bastantes pañuelos luego de una faena laboriosa, prolongada sin mayor sentido ni lucimiento por El Zotoluco ante el cuarto manso del mansísimo encierro de Bernaldo de Quirós. El único asidero posible de la absurda petición fue una estocada certera y eficaz. Premiarla hubiese equivalido a hacer retroceder un siglo los criterios taurinos de premiación.

De ese tamaño puede llegar a ser el peregrino autoengaño de que regalar orejas salva de la ignominia la tarde más desastrosa. Cuando son los toros y los toreros de verdad los únicos capaces de devolverle a la tauromaquia su añorado esplendor.

 

Oreja frustrada

 

El Zotoluco se encontró con el único animal de Javier Bernaldo pastueño y repetidor –que no bravo ni mucho menos–. Fue “Misionero”, que abría plaza, y que pese a la manía de escarbar y recular que conservó hasta el final, aceptó la incitación muleteril de un Eulalio López muy templado y torero. Fue, en realidad, la única faena con arquitectura y unidad que hubo esa tarde, pero el de Atzcapozalco la malogró con la espada y todo quedó en salida al tercio. Mismo reconocimiento que mereció la segunda labor de Lalo, paradójicamente ovacionado por una buena estocada, misma que le habría permitido pasear un apéndice de su toro anterior.     

 

Oreja inexplicable

 

Imponer el infame encierro de Bernaldo de Quirós tuvo para Sebastián Castella penitencia inmediata: le correspondió el peor lote, sin pizca de celo ni clase el segundo y buey de carreta el quinto. Voluntarioso aunque espeso en uno, con el otro abrevió porque no cabía otra cosa. Y para eludir la bronca que se le venía encima –cansado de pinchar escuchó un aviso– recurrió al toro de regalo. Eso sí, tuvo buen cuidado de que no perteneciera al mismo hierro que nos había estropeado la tarde.

Por eso saltó a la arena “Queretano”, un berrendo en girón de Campo Real. Y fue un gran toro por hechuras, fijeza y clase. Y Castella lo estaba aprovechando como el gran torero que es: discreto con el percal, abrió faena en los medios, con péndulos, costadillos, cambio de mano, armonioso desdén y puso la plaza en ebullición. El toro repetía con un estilo delicioso, y el francés bordaba el toreo en redondo por ambos pitones provocando un cataclismo que, por momentos, pareció encaminar las cosas hacia un indulto a todas luces excesivo. Hasta que “Queretano” empezó a tardear, notoriamente desconcertado por el acosón final del francés, traducido en encimismo, abrazos y otras vulgaridades de baja estofa. Y el colmo fue el golletazo final, que tanto tardó en hacer efecto que nuevamente sonó un aviso. El arrastre lento al de Campo Real, justificadísimo. Pero el reprobable bajonazo sólo era digno de repulsa, si conservara nuestro público un mínimo de sensatez y respeto por sí mismo. Pues no, señor: esto fue un alegre aletear de pañuelos, con corte de apéndice y hasta un remedo de apoteosis sin justificación ni motivo.

El compulsivo autoengaño de la oreja, llevado a lo inconcebible.

 

Oreja estimulante

 

Con verdadero interés se siguió la actuación de Juan Pablo Sánchez, condenado a contender con otro lote nefasto de Bernaldo de Quirós: dos burros con cuernos, aquejados de anemia perniciosa. Si algunos pases sueltos consiguió el joven hidrocálido se debió únicamente a su mucha voluntad y a ese temple natural que atesora. Y al optar también él por el obsequio –aunque “Regiomontano”, de Los Ébanos, fue el más toro de la tarde–, se encontró con más de lo mismo: cara alta, medias embestidas, ningún celo por repetir. Y, naturalmente, no hubo faena, sino amagos de toreo en redondo, en que con frecuencia el diestro tenía que completar el pase moviéndose hacia los costillares. Pero la entregada estocada fue certera, y por ahí colaron los orejistas el último apéndice de una tarde en que, bien ganado, no debió darse ninguno.

Aun así, mejor premiar de más el esfuerzo de un joven con hambre de ser que las triquiñuelas de un consagrado.

 

El grito

 

Cuando esta tauromaquia al revés se encontró con que sí hay quinto malo, un oportuno grito surgió de las alturas de sol: “Con estos ganaderos ni falta hacen los antitaurinos”.

 

El arte inmarchitable

de Pilar Rioja

 

Tuvo que ser en México donde el flamenco atemperara su versión más arrebatada para convertirse en un arte suave y rítmico, más cercano a la levitación íntima que al desborde temperamental. Para enfatizar el temple y despaciosidad de su alado discurso, Pilar Rioja prescindió desde muy joven del taconeo, el desmelenamiento, y los golpes de efecto. Lo suyo ha sido, durante más de sesenta años, un modelo de pureza que aun en los cambios de velocidad y ritmo supo hacer legendarias su sutileza y finura de estilo.

Viene esto a cuento porque, el fin de semana anterior, la personalísima bailaora nacida en Torreón ofreció tres recitales en la Sala Covarrubias del Centro Cultural de la UNAM. Un lujo auténtico, más admirable aún si tomamos en cuenta que Pilar cumplió ya sus ochenta, espléndidamente vividos y bailados. Entre los números que soberbiamente interpretó está La Oración del Torero, obra de Joaquín Turina, y La Amorosa, que la propia Pilar describe como “un baile muy dulce, que evoca la relación entre el toro y el torero”; todo esto dentro de un programa que incluyó además La Oriental (de Enrique Granados), y números tan clásicos como Farruca, Taranto y Tangos y Tientos. Y como siempre, la acompañaban músicos y cantaores del más alto nivel.

Ni qué decir tiene que Pilar Rioja sigue siendo una enamorada de la fiesta de toros, ese arte tan cercano al suyo, aunque a diferencia del flamenco esté hoy expuesto al fuego graneado del aventurerismo abolicionista de políticos y redistas sociales. En justa correspondencia, no se me olvida lo que una vez le escuché decir a su esposo, el finado poeta Luis Rius: “Según Rodolfo Gaona, el de Pilar es el flamenco más puro que ha visto en su vida”. Y eso que Rodolfo, en sus días de gloria en España, vio actuar a Pastora Imperio y La Niña de los Peines, entre otras figuras señeras del género.

Gaona partió hace muchos años, pero para gloria y fortuna nuestra, Pilar Rioja permanece activa, con su arte más decantado y asolerado que nunca. Y con un contrato en la bolsa para presentarse en 2013 ante el público neoyorquino.     

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