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Carta a mi maestra, en su aniversario

Por: Alcalino

2013-02-11 04:00:00

QUERIDA PLAZA MÉXICO:

Esta es una felicitación, 67 años no se cumplen todos los días. Sobre todo si son 67 años vividos con tanta intensidad, compartiendo la pasión de la Fiesta de toros. Con sus días de éxtasis gozoso y sus inevitables frustraciones, que de todo tiene que haber en la vida. No se va nunca de mi memoria el día que te conocí. 19 de marzo de 1961. Corrida de la Oreja de Oro. Y sobre tu arena, toda la historia centrada en un berrendo –“Sol”, de Santo Domingo. En el galope suave y pronto de un berrendo. Y en la muleta de Jorge Aguilar, que incitándolo y aguantándolo desde largo lo bordó con su templada mano derecha, lo estoqueó a un tiempo y le cortó el rabo. Suyo fue, por supuesto, el trofeo en disputa. Y el achuchón de la Rubia de Categoría, la misma que veíamos todos los domingos por televisión, cuando los toros eran fiesta y pasión nacionales en voz de Malgesto o Alameda. Con la entrada de En er mundo como fondo musical al principio y al final de las transmisiones. Todavía no llegaba a las pantallas el futbol americano. Y empezaba a asomar apenas el otro futbol, el de verdad.

Este saludo de felicitación contiene también la gratitud de un largo alumnado. Porque en ti y por ti aprendí a ver toros. Que es como decir a amarlos. Y a vibrar son secreta dicha nada más avistar tu silueta discreta, las esculturas que te rodean, las lentas e interminables escaleras de tu graderío. ¡Qué afición, aquella de los años sesentas y setentas! En ese entonces, la mejor del mundo. Y los que digan que no, que vean y comparen faenas y trofeos con los que paralelamente se aplaudían y otorgaban en la Maestranza y Las Ventas, que hoy poseen, sin discusión –y con Bilbao–, la primacía mundial absoluta.

Sol y sombra, ricos y pobres, afición y curiosos formaban, cuando te conocí, una unidad primordial. En tus gradas, los villamelones éramos sobre todo aprendices atentos, no turba ruidosa. Y tu voz era una, no ese bullicio de necedades en permanente y etílica colisión. Si el toreo nos elevaba al cielo –estoy seguro que cuando su grandeza te toca, flotas como una isla de cuento de hadas en un espacio eterno y etéreo, ajena a cuanto te rodea–, el destoreo merecía tu invariable y enérgica repulsa. Cómo olvidar cuando le pusiste las peras a 25 a El Cordobés, que acabó a cojinazos la corrida de su confirmación, exactamente como le había ocurrido a Litri catorce años antes. Y como, forzados a reemplazar tremendismo por toreo, ambos recibieron posteriormente de ti un reconocimiento imparcial y entusiasta. Sin ambajes ni rencores, como correspondía a una afición sabiamente respetuosa del toro, el torero y el toreo auténticos; tres respetos que empiezan por el respeto a uno mismo. Ése que con el paso de los años se te ha ido esfumando inexorablemente.

Algo queda, sin embargo. A veces –pocas y casuales– tu vieja inteligencia sensible llega a aflorar, rescoldos del fuego que nutría y daba vitalidad a aquellos domingos entrañables. Ni dura ni blanda, sabías hacer de la pasión un acto de justicia. Y si repetidos sacudimientos emocionales y estéticos te llevaron a encumbrar y reconocer ídolos cuyas hazañas aun vibran, escondidas en tu alma de cemento, esa clara identificación con la inexpresable belleza del toreo no excluyó broncas sonoras a Garza, Silverio, Dominguín, Camino, Martínez. E incluso al mismo Manolete y en la propia tarde de tu estreno, aquel 5 de febrero 67 años atrás (“que no te vendan amor sin espinas”, diría Sabina). Ese apego al toreo puro te llevó, durante décadas, a desterrar de tu ruedo molinetes, manoletinas y toda esa desplantería barata en tan profusa boga actualmente. Pero, por otro lado, tu criterio de sabia señora nunca dejó de abrirse a los estilos más diversos, clásicos o iconoclastas.

Una afición así requería, naturalmente, de jueces de plaza a su altura. Lázaro Martínez y Juan Pellicer, por ejemplo. De Pellicer, al paso de los años, a toro muy pasado, ha dicho horrores El Cordobés, precisamente porque no le permitió hacer de las suyas. Quién lo diría hoy, con los “jueces” convertidos en sumisos empleados de una empresa que, con el cuento de la autorregulación, ha conseguido colar novillos sin sortear para sus socios consentidos, ordenar desde el callejón indultos y orejas hasta la ignominia, y destituir, en peligroso ejercicio de absolutismo, a jueces intachables, como el maestro Jesús Córdoba, porque se resistían a aprobar toretes y regalar apéndices al gusto y dictado del empresario. En estos días te visité de nuevo. Estabas de fiesta y era natural llevarte nuestro parabién. Nos saludó, como cada 5 de febrero, el montaje de una manifestación antitaurina en calles aledañas, signo de los difíciles tiempos que estamos viviendo. La víspera, habías paseado en hombros, entre muestras de idolátrico fervor, a un torero que, con perdón, en tus años mozos no habría pasado del quicio de tu puerta. Por el contrario, a esos mismos huéspedes frívolos de tu presente le costó apreciar el acendrado clasicismo de Fermín Rivera con astados muy de esta época, con los cuales sale sobrando la suerte de varas, antigua piedra de toque de la bravura. Rivera tiene en su toreo todos los ingredientes que hacían sintonía con tu sensibilidad; sobriedad, temple lento y largo, expresión propia. Los que gustosa reconociste en la versión final de su bien recordado abuelo. Lo cual nos lleva al agridulce tema de las despedidas. Ninguna plaza como tú para vivirlas a fondo, para transmitirnos piel adentro su inasible y agarrosa sustancia. Tardes y ocasiones inolvidables las de los adioses del propio Fermín Rivera y del Ranchero Aguilar, José Huerta, Procuna, Martínez, El Capea, Lomelín, Manolo Arruza... No sólo por el reguero de faenas grandes que dejaban tras de sí, sino porque, arropados por tu sentida adhesión, fueron capaces de reeditarlas en su último día. Y los que no tuvieron en tan señalada ocasión el sol de cara –como Armillita o Solórzano o Silverio o El Calesero...–, cuántas muestras de sincero fervor recibieron a cambio.
El capítulo de faenas grandes sí que es, por ventura, un pozo sin fondo. Aquí sí que cada quién elija y tome. Aunque quizás haya, en tu apretada antología, un puñado de ellas por encima de toda discusión. Digamos: Silverio y “Barba Azul”, Garza y “Buen Mozo”, Manolete y “Manzanito”, Armilla y “Nacarillo”, Rivera y “Clavelito”, Arruza y “Holgazán”, Capetillo y “Fistol”, El Ranchero y “Montero”, Luís Miguel y “Pajarito”, Procuna y “Polvorito”, Calesero y “Jerezano”, César Girón y “Rascarrabias”, José Huerta y “Macareno”, Chucho Solórzano y el novillo “Bellotero”, Arruza a caballo y a pie y “Gavilán”, El Viti y “Aventurero”, Huerta y “Rebocero”, Manolo y “Jarocho”, Curro y “Horchatito”, Chucho y “Fedayín”, Procuna y “Caporal”, Mariano y “Azucarero”, El Capitán y “Pelotero”, Manolo y “Amoroso”, Lomelín y “Luna Roja”, Mariano y “Timbalero”, Cavazos y “Mesonero”, Capea y “Manchadito”, David y “Presumido”, Guillermo y “Gallero”, Joselito y “Valeroso”, David y “Mar de Nubes”, El Pana y “Rey Mago”, El Juli y “Guapetón”... más lo que pueda haberse quedado en el sobrecargado tintero de la memoria.

Implícitos están, por supuesto, los nombres de cuantos criadores y divisas hicieron posible todo ese caudal de arte: San Mateo, La Punta, Piedras Negras, La Laguna, Torrecilla, Pastejé, Zotoluca, Tequisquiapan, Valparaíso, Mariano Ramírez, José Julián Llaguno, Santo Domingo. Y también Mimiahuápam, Garfias, San Martín, Reyes Huerta, Montecristo, Barralva...

Esta visita, este viaje sentimental hacia el fondo de tu historia está siendo extenuante. Lo que tan sencillo parecía en un principio –visitar a la maestra amiga con motivo de su aniversario, gozar en su presencia y compartir una alegría legítima y cordial– resultó, a la hora de la verdad, un ejercicio tan feliz como fatigoso. Remover tal profusión de sentimientos puede llegar a ser abrumador.

Así que me despido, querida Plaza México. Te dejo meditando a solas sobre todo lo vivido, gozado, ganado y perdido en este largo tiempo. Con la preocupación de tanta espada de Damocles pendiendo amenazante sobre tu futuro. Con la esperanza de que la generación actual de toreros jóvenes de México –tan abundante, expresiva y promisoria– consiga remontar la dura cuesta arriba que le deparó el destino. No les faltarán ni valor ni valores. Y ése sería, para ti, el mejor regalo. Para ti y para nuestra Fiesta, tan necesitada de un repunte que la devuelva a la escena pública con la fuerza y contundencia que tu solidez y tu historia simbolizan con legítimo orgullo.

Por que la calidez de este abrazo colectivo que hoy te damos se repita hasta el infinito en los años por porvenir, recibe la renovada gratitud de: Alcalino.

 

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