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Todas las vidas

Por: Israel León O’farrill

2012-10-11 04:00:00

 

Una novela que disfruté bastante fue Todos los nombres de José Saramago. Su temática, harto sugerente por las posibilidades que brinda, me atrapó y me hizo reflexionar sobre la posibilidad de perderse en un archivo y empaparse con la esencia de las vidas que han quedado guardadas ahí. Para Saramago fue atractiva la idea de que un empleado en los archivos del registro civil se enamorara de una persona anónima, sin conocerla; una mujer que; sin embargo, hace que su vida adquiera un nuevo sentido, uno de búsqueda, deseo y amor. La novela se lee rápidamente, sin contratiempos, literalmente en una sentada; no obstante, su importancia radica en lo simple de la premisa, como lo menciona Maritza Álvarez en una reseña para la revista Sapiens de Venezuela: “Todos los nombres nos conecta con el mundo de los sueños personales en una sociedad que cosifica y deshumaniza, es un canto al amor desde el mundo de la soledad”. Una sociedad que cada vez se pierde más en papeleos y trámites, en certificaciones diversas repletas de más papeleos, en solicitudes que no llegan a ninguna parte –como las famosas solicitudes de empleo que cualquiera pide en una papelería–, que irremediablemente pierde identidad en montones y montones de documentos, sellos y formas, y que poco a poco se desvanecerá, como Archibald “Harry” Tuttle (interpretado por Robert de Niro) en la película Brazil (1985), de Terry Gilliam: engullido por una tormenta de oficios, memos y cartas. 
Para Saramago, los papeles significan algo, son personas con vidas y muertes que han quedado registradas en las estanterías de los registros civiles; sin embargo, en los estantes de muchos otros archivos existen documentos diversos que dan cuenta del paso del ser humano en el tiempo y el espacio, que son huella innegable de que ahí estuvo alguien, que fue dueño de una parcela que a su vez había pertenecido a su padre y antes al padre de éste y así por varias generaciones  y que había servido para cosechar maíz; que la vendió en medio de una terrible necesidad a otro alguien, profesionista que gracias a un préstamo de Infonavit ahora podrá construirse una casa para dar refugio a sus tres hijos, esposa y la suegra que se le coló porque el suegro falleció y la dejó en la calle… Los documentos son piezas fundamentales para entender el pasado y comprender el presente, uno que con el correr del tiempo será a su vez pasado y que justificará presentes futuros. Esa vena que tengo de historiador –sea como estudioso del pasado a través de las herramientas que nos da la historia o de nuestro tiempo inmediato como en estas líneas– me hace fijarme en esas pequeñas circunstancias atrapadas en los documentos de un siglo remoto, en los muros de un edificio antiguo, en la expresión de un dintel maya, en las pinturas murales en un templo, en los haluros contenidos en una película del siglo XX…
Y fue curiosamente en el Archivo de Centroamérica, en Ciudad de Guatemala, donde constaté algunas de las cosas que acá comento. En unos documentos de inicios del siglo XVIII que revisaba, leí la llamada desesperada de auxilio de la gente del Presidio del Petén –que se encontraba en una isla en el lago Petén Itzá– que pedía más pertrechos y efectivos para defender una plaza que hacía apenas unos años había sido conquistada, que ya estaba dejada a su suerte y constantemente sentían el acoso de los indígenas que vivían en el entorno. Más adelante, al levantar la mirada de los documentos que revisaba, observé que diversas personas, solas o en grupos, hacían uso de los documentos… Por acá otro estudiante; por allá un grupo de personas estudiaban unos documentos que detallan límites territoriales con el objeto de dirimir algún problema de tierras; más allá, alguien solicitaba el acta de defunción de un familiar. Todo ese desfile de personas, documentos y vidas, se lleva en perfecto orden, en silencio y con el respeto debido a los documentos que suelen ser muy viejos y pueden dañarse con movimientos bruscos. Encontré –al menos en las personas que vi– una reverencia a los documentos que les daban, sea por su antigüedad o por lo que contienen. Cabe aclarar que no son el estereotipo del “ratón de biblioteca”; por el contrario, son personas de su tiempo trayendo el pasado para resolver lo que hoy les preocupa, nada más.     
Habrá quien los vea como rarezas.  Ello sucede porque nuestra sociedad actual, al igual que la que señala Saramago, está perdida en la burocracia de la burocracia de la burocracia –una de tercer orden, tan ridículo como suena– y poco interés le brinda a un pasado remoto: más de 20 años es una eternidad para un mundo que se mueve tan aprisa que al año de haber salido cualquier tecnología queda rebasada por otra. Lo que es más, como dicen muchos hoy: “si no está en la red no existe”… ¡Paradoja total en la era de la información! No hace mucho, me decía una buena amiga que pese a estar cerca de la Historia y a que tuvo la oportunidad de hacer investigación documental, decidió dedicarse a otra cosa por miedo a perderse en un archivo atraída como polilla por la destellante información que hay allí. Como vemos a través del Archivo en Centroamérica,   Todos los nombres de Saramago, lo mismo que la historia, son en esencia  “todas las cosas”, las “propiedades”, las “alegrías, tristezas, disgustos”, las “sorpresas” y las “certezas” confirmadas... en una frase, “todas las vidas”.
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