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Impresiones de un desorden: instantáneas de un viaje a Caracas en tiempos preelectorales

Por: María Eugenia D'aubeterre Y María Leticia Rivermar

2013-04-12 04:00:00

La Revolución Bolivariana es un des–orden en marcha, un sacar de su lugar lo que llevaba mucho tiempo puesto en su debido sitio, en el sitio en que los poderes coloniales y post–coloniales habían ordenado las cosas y las personas. En el sitio que las reformas neoliberales no lograron confirmarlas para que todo siguiera siendo igual y la maquinaria de la exclusión se cebara con mayor fuerza sobre los históricamente desposeídos, tal como ocurrió en la mayor parte del subcontinente latinoamericano, incluido México.

El caracazo de 1989 fue el anuncio de lo que vendría después: un levantamiento de un sector del Ejército en 1992 que atemorizó en su momento a todas las fuerzas progresistas de América Latina, que avizoraron el retorno de la bota militar de tan amargos recuerdos en el sur del continente. Se equivocaron, lo que se desencadenó fue un vendaval de enorme envergadura desatado por el teniente coronel Hugo Chávez Frías. Zambo, él, hijo de negro e india, nacido en el llano barinés, en el occidente venezolano, aficionado al canto, la chanza y la conversación franca e irreverente, en suma, políticamente incorrecto, un negro igualado y ordinario que incomoda con su parloteo a la gente de bien, nacionales y foráneos, plebeyos y aristócratas de rancio abolengo.

Se fragua desde hace catorce años en ese país un proyecto nacionalista, antiimperialista, de base popular y vocación latinoamericana. La Revolución Bolivariana es una expresión de la lucha de clases, largamente encubierta por los discursos de la democracia liberal y de los partidos que emanaron del Pacto de Punto Fijo una vez derrocada la dictadura del general Marcos Pérez Jiménez, a finales de los años 50. Lucha de clases condensada en una nueva constitución, en reformas y programas –las llamadas “Misiones”– que buscan redistribuir la renta petrolera, esas enormes reservas en las que, para bien o para mal, se cifra el porvenir de esta revolución y que, al mismo tiempo, siguen alentando la voracidad y las ansias de retornar al pasado en sectores hegemónicos y empresas transnacionales que han visto reducir sus privilegios en la última década.

La lucha de clases es también una lucha de símbolos, una disputa sostenida y que se exacerba, desde luego, en tiempos electorales, en las consultas y referéndums que se han sucedido desde que Chávez arribó a la presidencia de la República en 1998. En esta arena se disputan espacios, toponímicos, héroes y figuras míticas; los símbolos se vacían de antiguos contenidos dotándoseles de nuevos significados. Los lugares son rehabitados y reapropiados, los “no lugares” devienen en “lugares”.

Caracas es un valle largo y estrecho que yace a las faldas del imponente Monte Ávila, rebautizado en 2011 con el nombre de “Waraira Repano”, voz caribe con la que las poblaciones originarias designaban a la Sierra Grande. El cambio de nombre no ha sido terso y, en su momento desató una enconada controversia. Waraira Repano es geosímbolo para los caraqueños, referente identitario y coordenada obligada para ubicar e identificar el norte. Nacen en este monte un sinfín de quebradas que, en tiempos coloniales, irrigaban las fértiles tierras del valle dedicadas al cultivo de cacao en solariegas haciendas, cuyo esplendor descansaba en la mano de obra esclava de origen africano. A la aristocracia criolla mantuana se le reconocía como “los grandes cacaos”, su riqueza se contabilizaba por el número de ventanas de las “casas de techos rojos” concentradas en el centro de la pequeña ciudad colonial. Apenas sobreviven unas cuantas mansiones mantuanas bajo el avasallante crecimiento vertical de la ciudad iniciado en los años 50. Entre ellas, la casa de Simón Bolívar, el llamado “Libertador”, museo emblemático de la ciudad capital ubicado en la Plaza del Venezolano. Ha cambiado la museografía, se conservan, desde luego, las capelas que albergan objetos de entrañable memoria para el pueblo venezolano: casaca, pantalones, espuelas, sombreros, guantes y condecoraciones del libertador.

Cualquier venezolano nacido en los años 50 evocaría en los pasillos de la vieja casona a la Negra Matea, figura que materniza los años mozos del huérfano Simón. Hoy la relación esclavo–amo adopta otros visos en la museografía revolucionaria. En el mismo salón se exhibe una vívida representación de una jerarquizada sociedad de comienzos del XIX con maniquíes vestidos con la indumentaria de la época. En la escena se representan personajes emblemáticos del orden colonial, encabezan el grupo jerarcas eclesiásticos y de la corona española, seguidos por una familia criolla a cuya cabeza marcha, por supuesto, un varón ricamente ataviado seguido por su mujer e hijos, en el último peldaño, cubiertos con andrajos, va una pareja de esclavos. Desde hace unos años, es novedad también en la misma sala un cepo y látigos con los que se solía meter en cintura a los negros insumisos.

Abandona uno el museo y al cruzar la calle encontramos una chocolatería atendida por mujeres ligadas a proyectos productivos que ofrecen, además de la fresca y preciada bebida, chocolate en tablilla empacadas en primorosas cajas de manufactura artesanal que búscan hacer más atractivo el producto. Metros adelante se ubica un hermoso edificio de líneas art noveau que, hoy restaurado, alberga los expendios de dos empresas estatales: Café Venezuela y Cacao Venezuela. No es azaroso que las envolturas de las distintas variedades de chocolate lleven la marca “Cimarrón”. Cimarrón como aquellos que se huían de las haciendas fundando esos pueblos sin ley que proliferaron en las costas venezolanas, hoy habitados por pobladores que se reconocen en un discurso que los ha hecho visibles en la historia del país y que los piensa como parte de un proyecto nacional.

En el des–orden que el chavismo desató concitando el enojo de los que tenían derecho de transitar con automóviles del año por las desquiciantes marañas de las autopistas y vías rápidas que atraviesan el estrecho valle, es proverbial en nuestros días la figura del “motorizado”. Desde que Chávez arribó al poder –se quejan los automovilistas– “la circulación citadina es un verdadero caos”. Se permitió el desplazamiento de motocicletas –casi todas conducidas por jóvenes, aunque no faltan muchachas en la parrilla trasera o manejando el frágil vehículo–, verdaderos acróbatas al volante que rebasan a toda velocidad a los vehículos en marcha, con el estruendo de sus bocinas. Una estadística escalofriante se difunde por los medios de comunicación adversos al régimen: entre uno y tres muertos se contabilizan diariamente entre los motorizados. La otra cara es que la motocicleta es un vehículo indispensable, transporte de trabajadores y estudiantes pobres, utilizado incluso como taxi sui géneris por los habitantes de los barrios miserables colgados en los cerros que rodean la ciudad. Bien lo decía Alí Primera, cantor de los años 70: una cosa son los cerros y otra muy distinta las lomas donde habita la gente decente. En una lógica binaria, el barrio es el opuesto de la urbanización. El escaso y mal dotado servicio de transporte público a los barrios caraqueños deja de operar a las siete de la noche; los taxistas se niegan rotundamente a llevar pasaje a esos lugares. El miedo se apodera de la noche y las calles de la ciudad se vacían cuando atardece, sólo los taxis motorizados circulan por las estrechas y empinadas calles y veredas de los barrios.

El des–orden de la Revolución Bolivariana se ha adueñado también del suelo urbano, trastrocando la vieja traza de la ciudad este (de clase media)–oeste (obrero y marginal). En terrenos baldíos expropiados por el régimen, previstos para erigir en ellos vivienda privada vertical a la usanza de las urbanizaciones de la Caracas de la modernidad, se levantan hoy edificios de vivienda popular bajo la orientación de “Misión Vivienda”. Donde se preveía la construcción de un nuevo centro comercial que se sumaría a las decenas de los ya existentes, en los últimos años gente venida de los cerros ha ocupado estos espacios con la aquiescencia del gobierno, intercalándose entonces edificios de propietarios de mediano y alto poder adquisitivo con viviendas de pobladores indeseables como vecinos; “es que el chavismo se ha empeñado equivocadamente en igualar a la gente”, dicen los adversos a estos proyectos, atormentados por el miedo y la desconfianza ante el otro, antes distante social, racial y geográficamente.

El próximo domingo 14 de abril acudirán a las urnas un poco menos de 19 millones de venezolanos para elegir un nuevo presidente que asumirá el poder ejecutivo tras la muerte de Hugo Chávez el pasado 5 de marzo. En las campañas políticas de los contendientes –Nicolás Maduro, candidato del oficialismo, y el opositor Henrique Capriles– el machacante estribillo que inunda Caracas insiste “Chávez, te lo juro, mi voto es por Maduro”. Capriles, por su parte, hace round de sombra con el fantasma de Chávez, valiéndose de un desafortunado artificio ha intentado en los últimos días fracturar al chavismo trazando una diferencia entre un pasado con Chávez y el porvenir con Maduro: “Con Chávez todo, con Maduro nada” puede leerse en muchas bardas de la ciudad.

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