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Desregulación laboral y sindicalismo

Por: Samuel Porras Rugerio

2012-11-01 04:00:00

 

Cuál es el significado profundo que tiene el hecho de que los líderes sindicales de petroleros y maestros se reelijan en sus cargos por un nuevo periodo de seis años? O, en otra perspectiva ¿qué implica que los senadores Armando Neyra e Isaías González –dirigentes de CTM y CROC, dos de las grandes centrales sindicales oficiales–, en la discusión sobre la mal llamada reforma a la Ley Federal del Trabajo “pese a que incluye ordenamientos que lesionan a los trabajadores, sólo alzaron la voz para protestar por los ocho artículos reservados que obligan a las dirigencias sindicales a transparentar el destino de los recursos y el patrimonio gremial, a llevar a cabo elecciones libres y secretas, y a hacer públicos los estatutos, contratos colectivos y demás documentos internos.” (La Jornada, 23 de octubre); ¿cuál es el supuesto implícito que subyace para que la devolución de la iniciativa, del Senado a los diputados incluyendo las cuestiones de democracia sindical, haya descarrilado su condición de preferente –atribuida por Felipe Calderón, mas no por la ley pues la reglamentaria no existe–, y que ahora deba ser discutida como cualquiera otra?  

La respuesta más puntual a estas preguntas es del senador del PAN, Javier Corral, quien al calor de la discusión sostuvo: “El corporativismo sindical ha servido más a la operación político electoral de la disputa del poder en México, que a la defensa del derecho de los trabajadores.” (Intervención en el Senado, 23 de octubre). Para comprender a cabalidad esta afirmación, hagamos algo de memoria.

Carlos Salinas de Gortari, aprovechando el papel de jefe de Estado que el pueblo mexicano no le confirió (1988–1994) hizo traslado, a precio de ganga, de las más grandes empresas de propiedad pública a manos de particulares que, desde entonces y hasta la fecha, controlan el destino de la economía nacional. Pero no sólo hizo eso. También reventó antiguos caciquismos sindicales, precisamente de maestros y petroleros, para imponer desde entonces frente a tales agrupaciones a la señora Gordillo y a Romero Deschamps (tras breve periodo de Sebastián Guzmán luego del “Quinazo”).

Durante el periodo eufemísticamente llamado de “alternancia política” 2000–2012 (es decir, periodo en que el PAN queda como encargado del despacho en la presidencia de la República), cuando Vicente Fox dijo que su gobierno era de empresarios, por empresarios y para empresarios; no se refería a algunos distintos de aquellos encumbrados por Salinas. Felipe Calderón, por su lado, tiene sobrados e inconmensurables motivos de agradecimiento con la señora Gordillo por los favores recibidos para instalarse fraudulentamente en el cargo que está a punto de devolver a sus antiguos detentadores.

De modo que, si tenemos claro quién es el personaje principal que mueve los hilos detrás de Peña Nieto, entonces tendremos atados los cabos que revelan la razón central de la reelección de los lideres, la oposición a formas elementales de democracia sindical y la toma de aliento para discutir el proyecto: preservar al sindicalismo como factor de operación político electoral y no como elemento de presión patronal; mantener el corporativismo, no la defensa de intereses de los trabajadores que están siendo claramente vapuleados.

Si durante doce años de interinato en el poder, la representación del PAN no hizo intento alguno por combatir el pernicioso tipo de sindicalismo practicado en México, sus razones tuvo para ello. Por el contrario, aprovechó los beneficios que le brindó para hacerse y mantenerse en el poder. Visto está que ni Fox ni Calderón pretendieron modificar en modo alguno las viciadas formas de gestión sindical predominantes en este corporativismo de manufactura priista.

Ahora estamos presenciando una disputa por el contenido de la ley que es, a fin de cuentas, una disputa política. Si consideramos que “lo que hace la técnica legislativa es transcribir, traducir a un texto escrito la decisión política del legislador.”1 entonces, lo que debemos examinar en el proyecto de modificación laboral debe ser exactamente eso: el proyecto político que se representa a través de la sustitución de unas normas por otras.

La conducción político social que se efectúa a través de las leyes, está basada  en el principio de física sobre la palanca que formuló el heleno Arquímedes: “Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. Así, del mismo modo en que son las grandes empresas, y no las medianas ni pequeñas, las que dirigen el rumbo de toda la economía del país; son los sindicatos y no los trabajadores en lo individual los que dan dirección a la estructura humana que mediante su esfuerzo cotidiano hace posible todo el aparato productivo de una nación. La representación se convierte, entonces, en una simulación: para no hablar con todos, se hace sólo con los representantes. Una ley de trabajo, federal como la nuestra, organiza a la totalidad de individuos que concurren como entes de representación permanentes en la producción: empresas y sindicatos; de modo tal que los individuos pueden entrar y salir del ámbito de aplicación de la ley dependiendo si cuentan con trabajo o no, sin que ello modifique la estructura laboral así establecida.

Cuando las tareas de control y conducción social requieren de una representación de los trabajadores, se recurre a los sindicatos. Toda institución estatal o acción gubernamental que busca ser calificada de democrática basa su presentación pública en una presencia de los trabajadores: la composición tripartita de las laborales cumple ese cometido. Aisladamente considerados, los trabajadores son jalados por la corriente pues, en lo individual, su incidencia en política y economía del país es nanométrica.

En el esquema legal, es decir, impuesto por el Estado, donde coexisten libertad de trabajo y libertad sindical con cláusula de exclusión –cuyo significado ha sido que para ingresar al trabajo sea condición la afiliación sindical y que la expulsión del sindicato implique la pérdida del trabajo–, se aprecia nítidamente que para el funcionamiento de las grandes empresas resultó indispensable tener un control sindical sobre los trabajadores. Esto es, fue necesario convertir a los líderes en los modernos capataces. El estilo ya es viejo. Martín Moro recuerda: “En la ciudad de Saltillo, bajo los auspicios del gobernador del estado, en 1918 funda Luis N. Morones la CROM cuya participación en el sindicalismo habría de marcar el modelo de dirigentes controlados: la carrera política sindical fincada en el servicio a la clase dominante y la manipulación de las organizaciones obreras.”2

Mirando las riquezas que exhiben líderes como Gordillo, Romero, Gamboa Pascoe y muchos otros, se acredita en los hechos que es un trabajo bien pagado. Este control sobre la representación colectiva sirve para legalizar acuerdos, no sólo sobre condiciones de trabajo en las empresas, sino también para suscribir aquellos viejos “pactos de estabilidad y crecimiento económicos” puestos de moda por el salinismo y que dieron pie al férreo control de los salarios por el Ejecutivo federal vía la ‘tripartita’ Comisión Nacional de los Salarios Mínimos.

El desarrollo normal de los trabajos a desempeñar en el aparato productivo nacional se sustenta, por todo lo dicho, en las tres instituciones básicas del derecho colectivo del trabajo: sindicato, contrato colectivo y huelga. El contrato colectivo es un documento expresión de voluntad; la huelga una acción o movimiento; ambos dependen del sindicato como agrupación de personas. De modo que controlando a las personas, y más concretamente a los líderes, puede controlarse el contenido de los contratos colectivos o la facticidad de las huelgas. La autenticidad del sindicalismo depende en absoluto de aquella con la que haya sido elegida  su representación.

El antes soterrado, ahora abierto y prominente, papel jugado en los últimos procesos electorales presidenciales por los sindicatos magisterial y petrolero –como los más visibles–, ha puesto al descubierto que, en realidad, los sindicatos oficiales juegan un doble papel: uno, frente al empresariado; y, otro, ante el Estado. En ambos casos, es el de controladores de voluntad de los trabajadores en sus demandas económicas y políticas. Las primeras aseguran, sobre la explotación de sus propias espaldas, el modelo económico imperante; las segundas garantizan, mediante la suplantación de su voluntad ideológico–electoral, el régimen político que hace posible la permanencia de su opresión.

En esto radica el fondo de la discusión sobre el tema de la democracia sindical que hoy frena la discusión del proyecto: el sindicalismo como posible agujero por el que se pueda escapar el control político laboral sobre los trabajadores y que, a la postre, pudiera servir para cuestionar modelo y régimen. La reelección por seis años más, garantiza que “las bases” y líderes de maestros, petroleros y de otros agrupamientos sindicales tengan la participación “acostumbrada” en la elección de 2018; pero, claro, eso de que los eternos líderes tengan que transparentar recursos económicos, pactos sindicales o elegirse como dirigentes por voto secreto y directo podría abrir un hoyo considerable en su eficacia al servicio del poder. Eso le preocupa un poco. A Elba Esther, esto le mantiene sin cuidado.

 

1Pérez Bourbon, Héctor, Manual de técnica legislativa, Buenos Aires, Editorial Konrad–Adenauer, 2007.

2Moro, Martín, “Política burguesa en el movimiento obrero”, en Control y luchas del movimiento obrero, 2ª. ed., México, Editorial Nuestro Tiempo, 1981, p. 19.

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